¡Pobre infeliz! Sus grandes ojos fulguraban en vez de brillar, pues el efecto del vino en
su excitable cerebro era tan potente como instantáneo. Dejando la copa en la mesa con un
movimiento nervioso, Hop-Frog contempló a sus amos con una mirada casi insana. Todos
ellos parecían divertirse muchísimo con la «broma» del rey.
—Y ahora, ocupémonos de cosas serias —dijo el primer ministro, que era un hombre
muy gordo.
—Sí —aprobó el rey—. Ven aquí, Hop-Frog, y ayúdanos. Personajes, querido
muchacho. Personajes es lo que necesitamos... ¡Ja, ja, ja!
Y como sus palabras pretendían ser una nueva chanza, los siete las celebraron a coro.
También rió Hop-Frog, aunque débilmente y como si estuviera distraído.
—Vamos, vamos —dijo impaciente el rey—. ¿No tienes nada que sugerirnos?
—Estoy tratando de pensar algo nuevo —repuso vagamente el enano, a quien el vino
había confundido por completo.
—¡Tratando! —gritó furioso el tirano—. ¿Qué quieres decir con eso? ¡Ah, ya entiendo!
Estás melancólico y te hace falta más vino. ¡Toma, bebe esto! —y llenando otra copa la
alcanzó al lisiado, que no hizo más que mirarla, tratando de recobrar el aliento—. ¡Bebe, te
digo —aulló el monstruo—, o por todos los diablos que...!
El enano vaciló, mientras el rey se ponía púrpura de rabia. Los cortesanos sonreían
bobamente. Pálida como un cadáver, Trippetta avanzó hasta el sitial del monarca y,
cayendo de rodillas, le imploró que dejara en paz a su amigo.
Durante unos instantes el tirano la miró lleno de asombro ante tal audacia. Parecía
incapaz de decir o de hacer algo... de expresar adecuadamente su indignación. Por fin, sin
pronunciar una sílaba, la rechazó con violencia y le tiró a la cara el contenido de la copa.
La pobre niña se levantó como pudo y, sin atreverse a suspirar siquiera, volvió a su
sitio a los pies de la mesa.
Durante casi un minuto reinó un silencio tan mortal que se hubiera escuchado caer una
hoja o una pluma. Aquel silencio fue interrumpido por un áspero y prolongado rechinar,
que parecía venir de todos los ángulos de la sala al mismo tiempo.
—¿Qué... qué es ese ruido que estás haciendo? —preguntó el rey, volviéndose furioso
hacia el enano.
Este último parecía haberse recobrado en gran medida de su embriaguez y, mientras
miraba fija y tranquilamente al tirano en los ojos, respondió:
—¿Yo? Yo no hago ningún ruido.
—Parecía como si el sonido viniera de afuera —observó uno de los cortesanos—. Se
me ocurre que es el loro de la ventana, que se frotaba el pico contra los barrotes de la jaula.
—Eso ha de ser —afirmó el monarca, como si la sugestión lo aliviara grandemente—.
Pero hubiera jurado por el honor de un caballero que el ruido lo hacía este imbécil con los
dientes.
Al oír tales palabras el enano se echó a reír (y el rey era un bromista demasiado
empedernido para oponerse a la risa ajena), mientras dejaba ver unos enormes, poderosos y
repulsivos dientes. Lo que es más, declaró que estaba dispuesto a beber todo el vino que
quisiera su majestad, con lo cual éste se calmó en seguida. Y luego de apurar otra copa sin
efectos demasiado perceptibles, Hop-Frog comenzó a exponer vivamente sus planes para la
mascarada.
—No puedo explicarme la asociación de ideas —dijo tranquilamente y como si jamás
en su vida hubiese bebido vino—, pero apenas vuestra majestad empujó a esa niña y le
arrojó el vino a la cara, apenas hubo hecho eso, y en momentos en que el loro producía ese