momento el brigadier general, procurando animar una conversación que con frecuencia
languidecía, dijo:
-Hace algunos años, mister Fogg, que hubiérais tenido aquí un atraso que probablemente
hubiera comprometido vuestro itinerario.
-¿Por qué, sir Francis?
-Porque el ferrocarril terminaba al pie de estas montañas, que era necesario atravesar en
palanquín o a caballo hasta la estación de Kandallah, situada a la vertiente opuesta.
-Esta tardanza no hubiera de modo alguno descompuesto el plan de mi programa -respondió
mister Fogg-. No he dejado de prever la eventualidad de ciertos obstáculos.
-Sin embargo, mister Fogg -repuso el brigadier general-, habéis estado a punto de cargar
con muy mal negocio por la aventura de ese mozo.
Picaporte, con los pies envueltos en la manta de viaje, dormía profundamente, sin soñar que
se hablaba de él.
-El gobierno inglés es muy severo con razón, por ese género de delitos -repuso sir Francis
Cromarty-. Atiende más que todo a que se respeten los usos religiosos de los indios, y si
hubiesen agarrado a vuestro criado...
-Y bien, agarrándole, sir Francis -respondió mister Fogg- le habrían condenado y después de
sufrir su pena hubiera vuelto tranquilamente a Europa. ¡No veo por qué ese asunto tendría que
perjudicar a su amo!
Y con esto la conversación se enfrió de nuevo. Durante la noche, el tren atravesó los Ghats,
pasó por
Nassik, y al día siguiente 21 de octubre, corría por un territorio casi llano formado por la
comarca del Khandeish. La campiña, bien cultivada, estaba llena de villorrios, sobre los
cuales el minarete de la pagoda reemplazaba al campanario de la iglesia europea. Esta región
fértil estaba regada por numerosos arroyuelos, afluentes la mayor parte o subafluentes del
Godavery.
Picaporte, despierto ya, miraba y no podía creer que atravesaba el país de los indios en un
tren del "Great Peninsular Railway". Esto te parecía inverosímil, y, sin embargo, nada más
positivo. La locomotora, dirigida por el brazo de un maquinista inglés y caldeada con hulla
inglesa, despedía el humo sobre las plantaciones de algodón, café, moscada, clavillo y
pimienta. El vapor se contorneaba en espirales alrededor de los grupos de palmeras, entre las
cuales aparecían pintorescos bungalows y algunos viharis, especie de monasterios
abandonados, y templos maravillosos enriquecidos por la inagotable ornamentación de la
arquitectura hindú. Después, habia inmensas extensiones de tierra que se dibujaban hasta
perderse de vista; juncales donde no faltaban ni las serpientes ni los tigres espantados por los
resoplidos del tren y, por último, selvas perdidas por el trazado del camino, frecuentadas
todavía por elefantes que miraban con ojo pensativo pasar el disparado convoy.
Durante aquella mañana, más allá de la estación de Malligaum, los viajeros atravesaron este
territorio funesto tantas veces ensangrentado por los sectarios de la diosa Kali. Cerca se
elevaba Elora con sus pagodas admirables, no lejos la célebre Aurungabad, la capital del
indómito Aurengyeb, ahora simple capital de una de las provincias agregadas del reino de
Nizam. En esta región era donde Feringhea, el jefe de los thugs, el rey de los estranguladores,
ejercía su dominio. Estos asesinos, unidos por un lazo impalpable, estrangulaban, en honor de
la diosa de la Muerte, víctimas de toda edad, sin derramar nunca sangre y hubo un tiempo en
que no se podía recorrer paraje alguno de aquel terreno sin hallar algún cadáver. El gobierno
inglés ha podido impedir en gran parte esos asesinatos; pero la espantosa asociación sigue
existiendo y funciona todavía.
A las doce y media, el tren se detuvo en la estación de Burhampur, y Picaporte pudo
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