del inocente, como la nube que puede oscurecer la luna un breve rato pero no logra apagar su fulgor.
La angustia y la desesperación se habían apoderado de mi corazón, y me abrasaba en un fuego que:
nada podía apagar.
Permanecimos con Justine varias horas, y Elizabeth no logró, separarse de ella sino con gran
dificultad.
Quiero morir contigo ––gritaba––, no puedo vivir en este mundo lleno de miseria.
Justine procuró adoptar un aire de alegría, pese a que apenas podía contener las lágrimas. Abrazó a
Elizabeth y, con voz ahogada por la emoción, dijo:
Adiós, mi querida señora, mi dulce Elizabeth, mi amada y única amiga. Que el cielo la bendiga y
que sea ésta su última desgracia. Viva, sea feliz y haga felices a los demás.
Mientras regresábamos, Elizabeth me dijo:
No sabes, querido Víctor, lo tranquila que me encuentro ahora que confío en la inocencia de esta
infeliz muchacha. No hubiera vuelto a conocer la paz de haberme equivocado con Justine. Los pocos
momentos que la creí culpable, sentí una angustia que no hubiera podido soportar durante demasiado
tiempo. Ahora me siento aliviada. Se la castiga equivocadamente; pero me consuela pensar que la
persona a quien yo creía llena de bondad no ha traicionado la confianza que en ella puse.
¡Prima querida!, estos eran tus pensamientos tan tiernos y dulces como tus propios ojos y la voz que
los expresaba. Pero yo, yo era un miserable, y nadie puede concebir la agonía que padecí entonces.
VOLUMEN II
Capítulo 1
Nada hay más doloroso para el alma humana, después de que los sentimientos se han visto
acelerados por una rápida sucesión de acontecimientos, que la calma mortal de la inactividad y la
certeza que nos privan tanto del miedo como de la esperanza. Justine murió; descansó; pero yo seguía
viviendo. La sangre circulaba libremente por mis venas, pero un peso insoportable de remordimiento y
desesperación me oprimía el corazón. No podía dormir; deambulaba como alma atormentada, pues
había cometido inenarrables actos horrendos y malvados, y tenía el convencimiento de que no serían
los últimos. Sin embargo, mi corazón rebosaba amor y bondad. Había comenzado la vida lleno de
buenas intenciones y aguardaba con impaciencia el momento de ponerlas en práctica, y convertirme en
algo útil para mis semejantes. Ahora todo quedaba aniquilado. En vez de esa tranquilidad de
conciencia, que me hubiera permitido rememorar el pasado con satisfacción y concebir nuevas
esperanzas, me azotaban el remordimiento y los sentimientos de culpabilidad que me empujaban hacia
un infierno de indescriptibles torturas.
Este estado de ánimo amenazaba mi salud, repuesta ya por completo del primer golpe que había
sufrido. Rehuía ver a nadie, y toda manifestación de júbilo o complacencia era para mí un suplicio. Mi
único consuelo era la soledad; una soledad profunda, oscura, semejante a la de la muerte.
Mi padre observaba con dolor el cambio que se iba produciendo en mis costumbres y carácter, e
intentaba convencerme de la inutilidad de dejarse arrastrar por una desproporcionada tristeza.
¿Crees tú, Víctor, que yo no sufro? ––me dijo, con lágrimas en los ojos––. Nadie puede querer a un
niño como yo amaba a hermano. Pero acaso no es un deber para con los superviviente el intentar no
aumentar su pena con nuestro dolor exagerado. También es un deber para contigo mismo, pues la
tristeza desmesurada impide el restablecimiento y la alegría; incluso impide llevar a cabo los
quehaceres diarios, sin los que ningún hombre es digno de ocupar un sitio en la sociedad.
Este consejo, aunque válido, era del todo inaplicable a mi caso. Yo hubiera sido el primero en
ocultar mi dolor y consolar los míos, si el remordimiento no hubiera teñido de amargura mis otros
sentimientos. Ahora sólo podía responder a mi padre con una mirada de desesperación, y esforzarme
por evitarle mi presencia.
Por esta época nos trasladamos a nuest