–Sí –respondió don Quijote–, y muchos; y es razón que los haya, para adorno de la grandeza de los
príncipes y para ostentación de la majestad real.
–Pues, ¿no sería vuesa merced –replicó ella– uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y señor,
estándose en la corte?
–Mira, amiga –respondió don Quijote–: no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los
cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque
todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir
de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin
costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes
verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a caballo,
medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos
pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en
niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta la lanza, o la espada; si trae
sobre sí reliquias, o algún engaño encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras
ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona a persona, que tú no
sabes y yo sí. Y has de saber más: que el buen caballero andante, aunque vea diez gigantes que con
las cabezas no sólo tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos
grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos navíos, y cada ojo
como una gran rueda de molino y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en
manera alguna; antes con gentil continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir,
y, si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante, aunque viniesen armados de
unas conchas de un cierto pescado
que dicen que son más duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos
tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de acero, como yo las he visto
más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía, porque veas la diferencia que hay de unos caballeros
a otros; y sería razón que no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, o, por mejor
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