A esta sazón, sin dejar la risa, dijo la duquesa:
–Sancho Panza tiene razón en todo cuanto ha dicho, y la tendrá en todo cuanto dijere: él es limpio,
y, como él dice, no tiene necesidad de lavarse; y si nuestra usanza no le contenta, su alma en su
palma, cuanto más, que vosotros, ministros de la limpieza, habéis andado demasiadamente de
remisos y descuidados, y no sé si diga atrevidos, a traer a tal personaje y a tales barbas, en lugar de
fuentes y aguamaniles de oro puro y de alemanas toallas, artesillas y dornajos de palo y rodillas de
aparadores. Pero, en fin, sois malos y mal nacidos, y no podéis dejar, como malandrines que sois, de
mostrar la ojeriza que tenéis con los escuderos de los andantes caballeros.
Creyeron los apicarados ministros, y aun el maestresala, que venía con ellos, que la duquesa hablaba
de veras; y así, quitaron el cernadero del pecho de Sancho, y todos confusos y casi corridos se fueron
y le dejaron; el cual, viéndose fuera de aquel, a su parecer, sumo peligro, se fue a hincar de rodillas
ante la duquesa y dijo:
–De grandes señoras, grandes mercedes se esperan; esta que la vuestra merced hoy me ha fecho no
puede pagarse con menos, si no es con desear verme armado caballero andante, para ocuparme
todos los días de mi vida en servir a tan alta se