–¿Cómo no? –dijo el primo–, pues ¿había de mentir el señor don Quijote, que, aunque quisiera, no
ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?
–Yo no creo que mi señor miente –respondió Sancho.
–Si no, ¿qué crees? –le preguntó don Quijote.
–Creo –respondió Sancho– que aquel Merlín, o aquellos encantadores que encantaron a toda la
chusma que vuestra merced dice que ha visto y comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la
memoria toda esa máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.
–Todo eso pudiera ser, Sancho –replicó don Quijote–, pero no es así, porque lo que he contado lo vi
por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora
cómo, entre otras infinitas cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus
tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser todas deste lugar, me mostró
tres labradoras que por aquellos amenísimos campos iban saltando y brincando como cabras; y,
apenas las hube visto, cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos
aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida del Toboso? Pregunté a
Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero que él imaginaba que debían de ser algunas
señoras principales encantadas, que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que
no me maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados y presentes siglos,
encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña
Quintañona, escanciando el vino a Lanzarote,
cuando de Bretaña vino.
Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el jui-cio, o morirse de risa; que, como
él sabía la verdad del fingido encanto de Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el
levantador de tal testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de juicio
y loco de todo punto; y así, le dijo:
–En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced, caro patrón mío, al otro
mundo, y en mal punto se encontró con el señor Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba
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