cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más
bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza ni imaginar la más discreta
imaginación humana. Despabilé los ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente
estaba despierto; con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo mismo el
que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el tacto, el sentimiento, los discursos
concertados que entre mí hacía, me certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora.
Ofrecióseme luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de
transparente y claro cristal fabricados; del cual abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas
salía y hacía mí se venía un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el
suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial, de raso verde; cubríale la
cabeza una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma
ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces
asimismo como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la anchísima
presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y admiraron. Llegóse a mí, y lo
primero que hizo fue a '&