De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada muchas y diferentes danzas,
entre las cuales venía una de espadas, de hasta veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío,
todos vestidos de delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias colores
de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo, preguntó uno de los de las yeguas si se
había herido alguno de los danzantes.
–Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.
Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y con tanta destreza
que, aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes danzas, ninguna le había parecido tan bien
como aquélla.
También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas que, al parecer,
ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años, vestidas todas de palmilla verde, los
cabellos parte tranzados y parte sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener
competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas, amaranto y madreselva
compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus
años prometían. Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en los ojos a la
honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las mejores bailadoras del mundo.
Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era de ocho ninfas, repartidas
en dos hileras: de la una hilera era guía el dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél, adornado de
alas, arco, aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda. Las ninfas que al
Amor seguían traían a las espaldas, en pargamino blanco y letras grandes, escritos sus nombres:
poesía era el título de la primera, el de la segunda discreción, el de la tercera buen linaje, el
de la cuarta valentía; del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía liberalidad
el título de la primera, dádiva el de la segunda, tesoro el de la tercera y el de la cuarta posesión
pacífica. Delante de todos venía un castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos
vestidos de yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran a Sancho.
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