–Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar a
nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a
quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.
–Yo me contento –respondió Corchuelo– de haber caído de mi burra, y de que me haya mostrado la
experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.
Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes, y no queriendo esperar
al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron
seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas
razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron
enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.
Era anochecido, pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo
lleno de inumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de
diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y
cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada, que a mano habían puesto a la
entrada del pueblo, estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces
no soplaba sino tan manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos eran
los regocijadores de la boda, que en diversas
cuadrillas por aquel agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando la
diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que por todo aquel prado
andaba corriendo la alegría y saltando el contento.
Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad pudiesen ver otro
día las representaciones y danzas que se habían de hacer en aquel lugar dedicado para solenizar las
bodas del rico Camacho y las exequias de Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se
lo pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por disculpa, bastantísima a su parecer, ser
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