–Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante no ha de desafiar a
nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra, pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a
quien llaman diestros he oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.
–Yo me contento –respondió Corchuelo– de haber caído de mi burra, y de que me haya mostrado la
experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.
Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes, y no queriendo esperar
al escribano, que había ido por la espada, por parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron
seguir, por llegar temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.
En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las excelencias de la espada, con tantas
razones demostrativas y con tantas figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron
enterados de la bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.
Era anochecido, pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba delante del pueblo un cielo
lleno de inumerables y resplandecientes estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de
diversos instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y sonajas; y
cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada, que a mano habían puesto a la
entrada del pueblo, estaban todos llenos de luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces
no s