–Fiscal has de decir –dijo don Quijote–, que no friscal, prevaricador del buen lenguaje, que Dios te
confunda.
–No se apunte vuestra merced conmigo –respondió Sancho–, pues sabe que no me he criado en la
Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado o quito alguna letra a mis vocablos. Sí,
que, ¡válgame Dios!, no hay para qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos
puede haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.
–Así es –dijo el licenciado–, porque no pueden hablar tan bien los que se crían en las Tenerías y en
Zocodover como los que se pasean casi todo el día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son
toledanos. El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque
hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la
gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he
estudiado Cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas
y significantes.
–Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la lengua –dijo el otro
estudiante–, vos llevárades el primero en licencias, como llevastes cola.
–Mirad, bachiller –respondió el licenciado–: vos estáis en la más errada opinión del mundo acerca
de la destreza de la espada, teniéndola por vana.
–Para mí no es opinión, sino verdad asentada –replicó Corchuelo–; y si q[ue]réis que os lo muestre
con la experiencia, espadas traéis, comodidad hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que acompañadas de
mi ánimo, que no es poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos, y usad de vuestro
compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; que yo espero de haceros ver
estrellas a mediodía con mi destreza moderna y zafia, en quien espero, después de Dios, que está
por nacer hombre que me haga volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo no le
haga perder tierra.
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