Clavó un ace, la rúbrica ideal, y la pista central estalló. Asistió el público londinense a un momento único, histórico, porque Roger Federer acababa de vencer al croata Marin Cilic (6-3, 6-1 y 6-4, en 1h 41m) y conseguir así su octavo trofeo de Wimbledon. Dejaba atrás a Pete Sampras y William Renshaw, y sumaba su 19º gran título. Camino de los 36 años, lo que parecía imposible se ha hecho realidad: Federer, el gran Federer, ha dado con el mejor Federer. Después de derramar algunas lágrimas por la emoción, elevó su segundo Grand Slam del año y se situó muy cerca del número uno. Otra vez. ¿Quién lo diría hace solo unos meses, cuando su rodilla le obligó a parar medio año?
Desde 2012 no triunfaba en La Catedral. Esta vez, sin ceder un solo set, con cinco años más y apuntando de nuevo al número uno, porque de aquí a final de temporada no defiende un solo punto y sus opciones se han multiplicado, se coronó con 35 años y 343 días; es decir, solo Ken Rosewall, ganador del Open de Australia con 37 años, consiguió un trofeo tan valioso a una edad superior.
La reacción natural al juego de Federer es el suspiro. Y este domingo, en La Catedral, ese marco tan solemne que idealiza un poco más la figura del suizo, la tarde se convirtió en un permanente suspiro. El suspiro puede tener una acepción negativa o positiva, pero en el caso del ganador de 19 grandes no hay duda: aspirar, espirar, una ligerísimo impasse y… ¡Pam! Ya está ahí, el placer, la deliciosa sensación de ver al de Basilea trazar uno de esos reveses o esas derechas que seducen en todo el mundo, porque aquí, en Londres, a nadie se le aplaude más que a él. Hasta en el palco de Cilic se veía algún individuo portando una gorra con las siglas RF.
2017
WIMBLEDON