Tango y Cultura Popular ® N° 165 | Page 57

yunta de avioncitos biplanos seguidos del barco, la locomotora y el auto de dos volantes. El centro de la calesita era un gran octógono con espejos y decorada con paisajes y volcán que algún tano llorón se trajera de Nápoles. Entonces las calesitas se decoraban con nostalgias. Donald y Mickey aún no habían llegado al Sur para hacer sus negocios. Estaban rodando Hiroshima mon amour para estrenarla en Japón. Este octógono central tenía una puerta secreta y misteriosa. Cuando el calesitero entraba la cerraba con prisa. Pero una vez pude vislumbrar una mesa, un catre y otras miserias. Allí dormía y comía. Qué personaje tan especial tenía que ser quien viviera dentro de una calesita. Cuando me preguntaban que quería ser cuando fuera grande, yo ya lo sabía. Rodeando la calesita, había bancos de tablas duras como huesos y allí las madres se sentaban en sus cómodos traseros, comentaban la radionovela, y tejían. Entonces había pocas diversiones y la gente no se aburría. El calesitero recogía los boletos y siempre había una madre que se hacia la distraída, no lo daba y su nene ligaba una vuelta gratis. Él hacía como que no se enteraba y las dejaba trampear por turno. Dejándose engañar las tenía contentas y ellas se quedaban más tiempo. Pero esto lo supe mucho después, cuando tuve mi propia calesita. Cuando todos los pibes estábamos montados, los más chiquitos en las alas del biplano, los más grandes agarrados a la barra exterior para atrapar la sortija, el calesitero ponía un disco. Al escuchar la musiquita el caballo comenzaba a dar vueltas y vueltas, atrapado en un círculo de bullicio. Su tristeza parecía tan infinita como su camino, y por eso algunos tangos tienen ese olor triste a bosta seca y caballo ciego. El calesitero no sonreía jamás, y menos cuando manejaba la sortija. La sortija era una argolla que teníamos que atrapar para obtener una vuelta gratis. Estaba enchufada en una pera de madera que colgaba de una horca. El calesitero la agitaba, nosotros tratábamos de atraparla, y cuando lo hacíamos la mostrábamos orgulloso, pero sospechábamos que era cuando él hombre lo quería. Una noche sin luna pasé junto a la calesita. Iba de la mano de mi padre, que se detuvo un momento. Vista de noche, era la misma y era otra. El calesitero, como sentado en el silencio, cortó un trozo de salame y lo masticó despacio, con pan y vino. Su farol de kerosén chisporroteó cuando un poliyón suicida quemó sus alas y