Cátulo Castillo
A José González Castillo, padre de Ovidio Cátulo Castillo le estallaba la
vida en múltiples gestos que convirtieron lo extraordinario en cotidiano.
Cuando consideró llegada la hora de hacer pareja “robó” a la que fue su
mujer, de la casa familiar encabezaba por un cuidador de caballos, en la
ciudad de La Plata. La llevó a compartir vivienda y existencia en Buenos
Aires, donde -en 1906- nació su primer hijo.
Apenas enterado del nacimiento abandonó raudo el trabajo que tenía en
Tribunales y corrió a su casa para- con los brazos levantados- ofrecer a
la bendición de la lluvia del cielo, al recién nacido. Era el 6 de agosto,
con helada lluvia invernal que ocasionó en el niño una peligrosa
pulmonía.
Más tarde, cuando debieron anotarlo en el Registro, movido por sus
inclaudicables ideas libertarias pretendió apuntarlo con el nombre
Descanso Dominical, en honor de una conquista obrera que
precisamente acababan de lograr con su lucha los sindicatos anarquistas
en Argentina. La oposición del empleado del Registro y el empeño de los
amigos presentes lograron disuadirlo a cambio de que su hijo se llamara
como los poetas latinos, Ovidio Cátulo. De esta forma evitaba repetir los
nombres del santoral cristiano.
Una sorprendente historia contada por el destinatario que, a la larga,
abrevió sus señas en Cátulo Castillo que es como se lo venera en el
vasto mundo del tango.
Vivió adolescencia y juventud en el barrio de Boedo donde su padre don
José había fundado una Universidad Popular y una peña de artistas. Allí
hizo sus estudios Cátulo, con intermitentes faltas de asistencia porque
iba a jugar al billar y a entrenarse en boxeo, deporte en el que logró
importantes triunfos como amateur. No obstante, era asiduo a las clases
de música que impartía una profesora de la que se sentía profundamente
enamorado. (“¡Benditas tus piernas, mujer!”).
Desde muy temprano empezó a componer, y entre las magníficas perlas
que ofrece su vida, está el haber sido autor de la música para la mayoría
de las letras de tangos de su padre, hombre de palabra escrita en
poesía, teatro, ensayo y de vibrante oratoria.
Tenía 17 años cuando registró Organito de la tarde, el primero de una
serie de tangos que continuó componiendo hasta la muerte de Don José
González Castillo, en 1937. El gran libertario había impregnado la vida
de su hijo Cátulo como la de los más avanzados muchachos de esa