Es indudable que hasta hace poco todos vivíamos vidas complejas en las
que el equilibrio entre nuestra vida personal y profesional era un asunto
central con el que la mayoría de nosotros teníamos que lidiar. Pero a pesar
de esa dificultad, teníamos una gran ventaja; y es que el funcionamiento
de nuestro día a día estaba bien compartimentado. Los diferentes roles
que desempeñábamos, bien fuera en el entorno organizacional -como
managers, contribuidores individuales, gestores etc.- o en el personal –
como padres, madres, amigos de nuestro grupo más cercano, miembros
de una comunidad, etc.- estaban bien delimitados, no sólo en el tiempo,
sino también en el espacio que dedicábamos a cada uno. Sin embargo, la
coyuntura que hemos vivido y la instauración de la “nueva normalidad” han
traído profundos cambios a nuestra realidad cotidiana.
Muchos paradigmas sólidamente instalados acerca de la estabilidad de
nuestro mundo desde un punto de vista social, económico o geopolítico se
han derrumbado como los cimientos de un viejo edificio. Igualmente, esto
ha generado un profundo cambio en la manera de entender el funcionamiento
y la estructura de nuestras organizaciones. Empresas de cientos o
miles de empleados han pasado a “virtualizarse” de la noche a la mañana
para poder seguir garantizando su funcionamiento, modificando sus procesos,
o actualizando sus productos y servicios. Con independencia de
que en el futuro volvamos a vivir situaciones de confinamiento similares,
lo cierto es que gran parte de esos cambios, nos gusten o no, han venido
para quedarse, sobre todo teniendo en cuenta que influyen directamente
en el grado de competitividad y eficiencia organizacional. Todo lo que afecta
directamente a la cuenta de resultados, sabemos que tiene peso en el mundo
empresarial
.
No importa el grado de aceptación que cada uno de nosotros experimente frente
a este nuevo escenario; si el mundo evoluciona, tenemos también que replantearnos
qué cualidades, actitudes y aptitudes nos exige esta nueva situación para
poder desempeñarnos con éxito, o, al menos, seguir manteniendo el nivel de
resultados necesarios para nuestra supervivencia.
Y es precisamente el liderazgo, entendido como actividad -y no sólo como rol
formal que podamos asumir- uno de los primeros elementos que merece la pena
revisar ante los desafíos que nos presenta este complejo escenario con el que
nos va a tocar convivir.
¿Qué facultades y actitudes está exigiendo este nuevo marco en términos de liderazgo?
La respuesta a esta pregunta no es sencilla, pero si acudimos a nuestra
propia experiencia sobre cómo hemos tenido que gestionar a otros y a nosotros
mismos en estos últimos meses, quizás podamos identificar algunas áreas comunes
de cambio.
En primer lugar, los diferentes roles que desempeñábamos tanto en el ámbito
organizacional como el personal y el social han pasado a ocupar un tiempo y
un espacio compartido. En la medida en que la tecnología esté más presente
en nuestras vidas, el desplazamiento a un “lugar de trabajo” será algo cada vez
más infrecuente, manteniéndose en el futuro cercano sólo en aquellos puestos
donde la actuación manual o la presencia física sean un requisito indispensable.
Esto supone empezar a pensar no ya en equilibrar esos diferentes roles -cómo
tratábamos de hacer hasta hace muy poco-, sino en integrarlos, incluyéndoles de
forma global y holística en nuestro día a día.
Hemos pasado a liderar simultáneamente en diferentes contextos, teniendo que
13