miento fuertemente ligada a las conexiones que
hacemos desde el lenguaje, y llegan a tener una
importancia clave en el proceso de añadir y crear
valor y significado.
Cuando creamos un estándar, sea el que sea,
-belleza, dinero, moda, etc.-, pasa a convertir-
se en la nueva “normalidad” o regla desde la
que medimos el mundo y nuestras consecu-
ciones. Los estándares van cambiando, pero su
funcionamiento siempre es el mismo. Esto, al ser
inconsciente, no es algo en lo que participemos
muy activamente. Así que un pensamiento muy
lógico es que tratamos de añadir más valor y felici-
dad repitiendo o aumentando aquellas cosas que
en algún momento nos han aportado satisfacción,
o nos permitieron obtener el resultado deseado.
La propia sociedad de consumo que hemos di-
señado se fundamenta sobre esta premisa: en
la medida que tengas algo y lo incrementes,
serás más feliz, libre y exitoso -o cualquier
otro valor, por otro lado deseable y persegui-
ble por todo ser humano-. Y sobre esta premisa
“maximizadora” organizamos buena parte de nues-
tra vida y, en última instancia, nuestra sociedad.
Lo malo de los estándares es que una vez que los
formamos se convierten en la nueva regla, y pasa-
mos a medir todo lo demás en función de ellos. Así
por ejemplo, poder hacer una escapada a la pla-
ya o irte unos días de vacaciones puede ser algo
tremendamente disfrutable si lo contrastas con
un día a día frenético, o en comparación con un
periodo de fuerte carga de trabajo. Sin embargo,
cuando eso pasa a ser el nuevo estándar, tenién-
dolo disponible los 365 días del año, su disfrute
va decreciendo progresivamente hasta dejar de
funcionar como medio de obtención de “valor
extra”. Es como una bombilla que va perdiendo
lentamente su intensidad. Lo que antes era una
actividad excepcional pasa a convertirse en la nue-
va norma. Y es aquí donde resulta fácil caer en
el pensamiento maximizador. Pensamos que si
pudiéramos tener más de eso volveríamos a sentir-
nos igual, a disfrutarlo, al menos durante un tiempo…
Los seres humanos no nacemos con un sentido
de lo que son las cosas, de la realidad, de lo que
es apropiado o justo. Lo aprendemos a lo largo
de la vida, y con ello vamos aprendiendo a res-
ponder a nuestras necesidades, a identificarlas
y a tomar decisiones y emprender acciones para
satisfacerlas. Tampoco nacemos con un senti-
do de lo que es “bueno o malo” para nosotros o
para los demás. Tenemos que ir construyéndo-
lo, y buena parte de esto lo aprendemos a tra-
vés del transcurso de la sociabilización. Y en ese
FOTO: BRISTEKJEGOR
proceso de saber lo que nos conviene, una
de las cosas que tenemos que ir definiendo
es cuánto de algo es óptimo, y cuándo em-
pieza a ser inefectivo o contraproducente.
La cocina es una buena metáfora de este proceso:
la cantidad de un determinado ingrediente -sea sal,
azúcar, especias o cualquier otro- requiere de un
justo equilibrio; demasiado poco o mucho de cual-
quiera de ellos manda al traste el resultado global de
la receta. Y en ningún sitio se nos dice qué significa
exactamente “una pizca” de algo, ¡como bien sabe-
mos aquéllos que hemos arruinado una receta por
no saber seleccionar la cantidad adecuada de sal!
Optimizar tiene que ver precisamente con
eso, con equilibrar de forma justa las cosas
para que den los mejores resultados posibles,
añadiendo “la cantidad necesaria”. Es mucho
más difícil que el pensamiento maximizador, ya que
requiere estar gestionando activamente lo que ha-
cemos, cuándo lo hacemos y con qué intensidad.
La escuela estoica trataba de cultivar este pensa-
miento optimizador. La “virtud” -o “Areté”, como
la llamaban- constituía un intento de equilibrar
continuamente los pensamientos y acciones, para
obrar con justicia y sentido de responsabilidad.
Quizás la palabra virtud en pleno siglo XXI pueda
parecer arcaica. Actualmente vemos las cuestio-
nes morales como algo subjetivas, moldeables y
cambiantes, y es posible que comportamientos
socialmente aceptados en la actualidad fueran
hace unos años fuertemente criticados. Sin embar-
go, una mirada más detenida nos permite darnos
cuenta de que la mayor parte de las civilizaciones
y sociedades han perseguido características mo-
rales similares, vinculadas a ese sentido de virtud.
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