El fallecimiento de un ser querido es
algo duro. Incluso cuando esa per-
sona ha disfrutado de una larga y
pletórica vida; aún cuando se ha ido
rápidamente, y de forma casi indo-
lora. No por natural ese momento,
y todos los que le anteceden y le
suceden, resultan menos ingratos y
difíciles de gestionar.
Hace un par de semanas, mi padre
nos dejó. Tras seis semanas de
lucha y degradación física, su cuer-
po no pudo continuar batallando
contra el devastador cáncer que le
invadió y del que no había rastro
dos meses atrás. Y el hecho de que
el desenlace fuera rápido y de que
el tumor decidiera mostrar su cara
más compasiva privándole de dolo-
res hasta el mismo momento de su
partida, es un consuelo sólo a me-
dias. Ya dije antes que no por ser
ley de vida es una píldora más fácil
de tragar.
Como es lógico en tal situación, mi
madre y hermanos hemos pasa-
do mucho tiempo últimamente en
los hospitales. Los frenéticos días
de médicos y asistentes entrando
cada poco tiempo a diagnosticar,
atender y limpiar a mi padre,
eran sucedidos por largas noches
de vigilia, conversaciones a media
voz para no despertarle y algunos
momentos solitarios de llanto, más
o menos exteriorizado, al pie de la
cama y apurando cada momento de
su vida cogiéndole la mano o acari-
ciándole mientras dormía. Porque
sabíamos que estaba desahuciado,
que pronto nos dejaría, y que cada
beso bien podría ser el último.
Creo que cualquiera, aunque no
haya pasado por una pérdida tan
cercana, es capaz de imaginarse
la catarata de emociones que tie-
ne lugar en una situación así. Todo
en esos momentos es emocional, y
todo está mezclado hasta la satura-
ción. Los recuerdos de las escenas
felices vividas tan sólo unos días
atrás dan paso a la sensación de
nostalgia y profunda tristeza al ver
su ropa colgada en el armario de la
habitación, o las gafas con las que
leía sus libros favoritos ayer mismo;
la desesperanza al pensar que nada
se puede hacer para alargarle la
vida se combina con la admiración
y profundo agradecimiento a esas
chicas y chicos que le limpian y le
hablan con cariño cada pocas ho-
ras, haciendo del cuidado a otro ser
humano la más admirable de las
vocaciones; la alegría de abrazar y
saludar al desfile de parientes y se-
res queridos que pasan por el
hospital se vuelve un aguijonazo en
el estómago al recordar qué les ha
traído hasta allí. Y, llegado el
momento final, la
apabullante
sensación de vacío por la pérdida,
apenas mitigada por el consuelo
de no haberle visto sufrir, da paso
al asco hacia el frío y negro negocio
de la muerte, que busca hacer dine-
ro con los restos de tu ser querido
en forma de ataúd más caro o exe-
quias más pomposas.
Emociones. Su nombre significa “las
que nos mueven”. Ya tuvimos opor-
tunidad de hablar en un artículo
anterior acerca de ellas, y de cómo
interactúan con nuestras dimensio-
nes física e intelectual. Pero si bien
nos hacen humanos y nos dotan de
carácter y espíritu, en momentos
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