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o sé cuántas veces, en los últimos diez
o quince años, he escuchado hablar acer-
ca de la asertividad. Creo que si hay una
palabra recurrente en cualquier taller
de desarrollo, teambuilding o encuentro
motivacional, es ésa. Y tan mencionada es la
palabra como ignorado su significado preciso.
Una dinámica muy utilizada para el
caldeamiento de un taller es poner a los
participantes en la tesitura de elegir cuál es
la característica que más les gustaría que
tuvieran sus colaboradores, si decidieran
seleccionarlos personalmente para formar
parte de un proyecto personal e ilusionante.
Entre otras muchas –compromiso, confianza,
pasión, buen humor, etc.- suele salir la aser-
tividad; e, invariablemente, suelo preguntar
al grupo qué entienden por ese concepto.
Lo que me encuentro entonces suele ser una
de estas respuestas:
- Algunas personas confunden asertividad con
empatía, que tiene que ver con pensar y sentir
como lo hace la otra persona. Error. La empatía
forma parte de ella, pero no es la asertividad.
- Otro grupo, quizás el más abundante,
suele describirla como “saber decir no”.
Y en parte es verdad, pero ser asertivo
también puede ser saber decir “sí”, o ha-
cer una petición incómoda, por ejemplo.
- Y otras personas han oído hablar de
ella, pero son incapaces de dar una
definición
razonablemente
precisa.
¿Por qué, a diferencia de otras habilidades o
conductas, la asertividad es tan poco conoci-
da a pesar de ser tantas veces mencionada?
Probablemente por uno de estos dos motivos:
- Porque no es una técnica, ni una herra-
mienta, ni un truco. Se trata más bien de un
derecho -aclararemos esto en otro artículo-.
- Porque una definición precisa de
asertividad es muy compleja; de hecho
la más aceptada –en esto, como en todo,
hay opiniones- consta de ocho ingredien-
tes, siendo la carencia de alguno de ellos
suficiente para que ya no podamos hablar
en justicia de una comunicación asertiva.
Y entonces, ¿qué hacemos?
Pues empezar desde el principio, que resul-
ta ser el comportamiento del ser humano
cuando se siente amenazado. Y ya advier-
to que alguna de estas cosas se entiende
mucho mejor desde un documental de
antropología que desde los libros de
management.
Las personas, al igual que el resto de los
animales, guiamos instintivamente nuestros
actos a partir de dos principios elementales:
buscar el placer y evitar el dolor. Con res-
pecto a este último principio, es cierto que
la evolución nos ha dotado en los últimos
cientos de miles de años de los mecanismos
de la racionalidad, que nos permiten evaluar
las situaciones, prevenir los riesgos, calcular
posibilidades y sopesar beneficios a partir
de una situación poco placentera; por eso
un opositor se tira años memorizando un
temario soporífero –actividad nada agradable
en sí misma, como vimos en el pasado artículo
sobre la curva de Ebbinghaus, por la esperanza
de alcanzar una profesión respetable, segura
y bien remunerada. Pero el instinto, mecanis-
mo muy primario y visceral, sigue pilotando
en gran medida nuestras acciones cotidianas.
¿Y cuál es la llave que hace que una
situación amenazante se gestione desde
nuestra parte racional o desde nuestro yo
más primitivo e instintivo? Muy sencillo: el
miedo. La violencia, sea tácita o explícita,
activa inconscientemente nuestras respues-
tas defensivas primarias; porque eso es lo
que el cerebro aprendió a hacer millones de
años atrás para mantenernos vivos y a salvo
de accidentes o ataques de depredadores.
Y las respuestas defensivas primarias son tres:
- Huir, cuando nuestro cerebro es-
tima que no puede enfrentarse con
éxito a la amenaza (por ejemplo, si nos
sorprendía un leopardo o una inundación)
- Atacar, cuando las posibilidades de sa-
lir vencedor en un enfrentamiento son
altas, o al menos aceptables (por
ejemplo, si nos amenaza un gato furioso
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