“…Pero cuánto darías por volver
a jugar con tu perro una vez más,
a mirar de reojo aquel pastel
que se burló de ti tras el cristal… ”
Pues ese Ibiza era mi pastel, y mi amigo Juan
Carlos el que se lo comía. ¡Qué tiempos tan
felices!¡Cómo añoro los 78 kg que pesaba por
entonces y lo poco que me importaba nada!
Bueno, basta de nostalgias.
Una noche cualquiera, en uno de nuestros repartos,
las vi por primera vez, atadas al semáforo del nº 28
de la por entonces calle Caídos de la División Azul,
recientemente rebautizada como Memorial del 11
de Marzo, de Madrid capital. Ocho o diez flores de
colores, agrupadas formando un humilde pero cui-
dadísimo ramo; y debajo de ellas, igualmente atado
al poste con una cuerdecita, un cartel con letras de
molde escritas a bolígrafo sobre un cartón mostra-
ba un mensaje que no pude leer por la distancia.
Desde el asiento trasero del coche, mientras ha-
cíamos la obligada parada, me pareció que, fuera
quien fuese la persona que colocó allí el ramillete
y el cartel, mostraba tanta sensibilidad como estre-
checes económicas. Recuerdo cómo imaginé para
mis adentros que debía de haberlos puesto alguien
que lo estaba pasando muy mal, probablemente
una madre a la que algún hijo se le había estrella-
do con la moto en ese mismo lugar. La luz verde
nos puso de nuevo en movimiento, y, al igual que el
pequeño obituario, mis reflexiones quedaron atrás
cediendo espacio a las risas y chistes habituales.
Sólo hasta la siguiente vez que pasamos por el
mismo lugar. De forma instintiva me fijé en el
semáforo, esperando verlo desnudo o, como
mucho, adornado por el ramillete de flores ya
secas y mustias. Pero no fue así. Aunque habían
pasado al menos dos o tres semanas y el cartel
había desaparecido, el ramo lucía sorprenden-
temente fresco; igual de modesto, pero nuevo.
Y así, en parte espoleado por la curiosidad y en
parte por la admiración -o quizás por la com-
30
pasión- hacia el anónimo autor de los homena-
jes, buscar el ramo atado al semáforo cada vez
que pasaba por ese punto se convirtió en un
hábito para mí. Y durante años nunca me sentí
defraudado; a cualquier hora del día o de la noche
siempre había allí un ramillete nuevo, delicado, con
su mensaje discretamente atronador. No puedo
más que suponer cuál era la motivación de quien lo
colocaba -¡cuántas veces me he lamentado por no
haber leído aquel mensaje!-, pero tal persistencia
era la prueba incontestable de que ese ritual era
el eje alrededor del cual giraba su vida. Me sigue
emocionando cuánto amor debía sentir aquella
persona, y qué horrible debía ser su sensación de
duelo.
Sólo fue al cabo de más de dos décadas cuando el
último ramo se secó y nunca más fue sustituido;
quizás por respeto, los servicios municipales no lo
retiraron hasta meses después de que, probable-
mente por la muerte o la incapacidad física de su
dueño para seguir reponiéndolas, las últimas flores
se marchitaron.
Lo cierto es que este episodio dejó huella en mí,
porque desde aquellos lejanos días desarrollé una
habilidad incuestionable para localizar este tipo de
homenajes anónimos; y los he descubierto a cente-
nares, especialmente cuando hago rutas en moto
que me llevan por caminos perdidos y puertos de
montaña. La mayor parte de las veces son ramos
de flores atados al quitamiedos de alguna curva
asesina, mal peraltada o con el asfalto en ruinas
-señores de la DGT y de Fomento, aprovecho para
sugerirles que, si de verdad velan por nuestra se-
guridad y no tanto por nuestro dinero, siembren
algo menos las autopistas de radares absurdos
y destinen un poquito más de presupuesto a se-
ñalizar bien y acondicionar los despropósitos de
carreteras secundarias que hay por España, que
no por casualidad el 75% de los fallecidos en vía
interurbana se han matado en ellas-. Muchas flo-
res, decía, pero también he visto pequeñas lápidas
talladas a mano, cruces más o menos improvisa-
das hechas de madera, hormigón y hasta uralita,
altares con velas encendidas rodeadas de objetos
FOTO: FREEPIK