personales del difunto, todo tipo de diminutos mo-
numentos de las formas y motivos más variados;
e incluso hay bicis pintadas de blanco por muchos
lugares del mundo (también llamadas “bicicletas
fantasmas”), colocadas para conmemorar el falleci-
miento por atropello de un ciclista en ese mismo
punto. De hecho, tal tipo de conmemoraciones no
se circunscriben únicamente a los muertos de trá-
fico; hasta donde yo sé también las hay dedicadas
a accidentados laborales y víctimas de todo tipo
de violencia -especialmente significativas las ofren-
das populares a los muertos en los espeluznantes
atentados del 11-M-. Y seguro que hay más razo-
nes que no se me ocurren.
Añorar es humano. Homenajear al que se fue
equivale a fortalecer y perpetuar su memoria, y
contribuye a tolerar un poco mejor nuestra pro-
pia caducidad. Sin embargo, tengo una reflexión al
respecto. Al margen de lo admirables y conmo-
vedores que me resultan estos testimonios, me
hago la siguiente pregunta: ya que el dolor por
la pérdida y el recuerdo que tenemos de alguien
son subjetivos y particulares para cada individuo;
ya que su memoria pertenece a nuestro dominio
interior y siempre residirá allí, ¿no es cierto que el
homenaje más significativo, el más honesto y perdu-
rable que podríamos dedicarle a esa persona sería
hacerla parte de nosotros mismos? Me refiero a in-
tegrarla, en el sentido de “hacer que algo o alguien
pase a formar parte de un todo”. Recordar sus pala-
bras, sus costumbres, su modo de ver la vida y dar
sentido a las cosas; elegir lo que más nos guste y
adoptarlo, habituándonos a usarlo en combinación
con el propio acerbo. Fusionarla, hacer que forme
parte viva de nuestro interior, de nuestra esencia;
de ese modo vivirá para siempre en cada decisión
que tomemos, en cada acción que realicemos, en
cada logro que consigamos y en cada sueño al que
aspiremos.
Y, para no resultar tan fúnebre, debo aclarar que
no me refiero únicamente a quien falleció, sino a
quien nos dejó en un momento dado. Un amante al
que añoramos, un compañero que se marchó a la
competencia, un jefe que se jubiló, un amigo al que
perdimos la pista…
Piénsalo por un momento. Puede que lo hayas
experimentado trabajando en una empresa que
sufrió el trauma de un ERE, o tras el despido -que
consideraste injusto- de un compañero; quizás
se trató de una persona importante para ti por la
razón que fuese, y que un día decidió marcharse
para comenzar un futuro diferente en otro lugar…
¿Cuánta energía, cuánto tiempo empleaste en la-
mentarte, en culpar a la empresa, a sus directivos, a
la crisis, al destino? ¿Cuántas charlas en la máquina
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