Sobre la hipocresía de las manifestaciones en
Europa____________________________________
Badalona, 20 de marzo de 2020
Queridos conciudadanos:
Os escribo porque echo de menos los ríos de gente que recorrían Barcelona hace tres
años cuando la crisis de los refugiados estaba en auge y abría los telediarios. Por aquel
entonces, el gentío recorría metros y metros con unos carteles azules alzando sus lemas
y gritando indignados. Recuerdo también como el año pasado nos rebelábamos contra
un presidente que pretendía construir un muro que cerrase su país a los immigrantes
del sur, mientras la valla de Melilla no hacía más que enroscarse en espinas. Solo han
transcurrido algunos meses desde cuando nos parecieron intolerables las acusaciones
contra los mal apodados menas. Yo os pido: No olvidemos nuestra indignación ante
aquellos hechos, porque se siguen repitiendo hoy en día.
Y sin embargo, hoy importan más las protestas por la contaminación y el día de la mujer.
Es comprensible. ¿Cómo vamos a preocuparnos por algo que pasa tan lejos con la de
problemas que tenemos aquí? Por esto es que digo que está muy bien salir a reivindicar
derechos y hacerlo a menudo. Es necesario, por supuesto.
La cuestión está en lo que pasa cuando se acaba la manifestación. La mayoría de la
gente vuelve a casa cansada pero contenta por haber contribuido a hacer un mundo
mejor. Procuran desalojar las calles de forma ordenada, aunque lo más rápido posible,
especialmente si el acto ha tenido lugar de noche. Cogen el coche y pasan por calles
concurridas donde no falta algún que otro mendigo.
Ellos no lo saben pero a veces una mujer extranjera se encuentra allí. Esa mujer ha
huido de su país por una guerra que busca petróleo. Se ha casado con un hombre de
nacionalidad española que resultó tener la voluntad débil con la bebida. Pronto él perdió
el trabajo. Tarde, solo y borracho llegaba a casa. Ella huyó con sus dos hijos para evitar
ser una más. La repudió su familia y no se atrevió a confesarlo en su comunidad. ¡Pobre