Relatos al estilo del Romanticismo
Un amor eterno
Las nubes cubren el firmamento, haciendo la noche más oscura de lo habitual. El olor a
tierra mojada, mezclado con un sutil hedor a madera podrida, inunda mis fosas nasales
y el rocío se cala en mis huesos. Mis escuálidas y temblorosas manos sujetan la rosa que
le traigo. Entre lánguidos cipreses hallo el camino de piedras que me conduce hasta ella.
Me agacho y deposito la flor sobre su tumba. El grabado de la fría lápida de mármol
recuerda el día en que me dejó: ¡Una terrible víspera bañada en la sangre que emanaba
de sus enfermos pulmones! La maldita tuberculosis la arrastró, lentamente, hasta la
muerte. ¡Oh amada mía! Todavía recuerdo cómo me miraban esos ojos esmeraldas,
cómo contemplaban el amanecer como si fuera el último… Se me corta el aliento al
recordarte. En la penumbra de la soledad, imagino tus caricias y el desasosiego es cada
vez más doloroso. Saco la petaca que llevo escondida en el bolsillo y le doy un trago para
consolar mi apenada alma. ¡Oh amada mía! Aún recuerdo cómo me besaban tus suaves
labios, cómo me susurraban al oído… Parece tan real… Podría ser la embriaguez, pero
tengo fe en que sea tu voz cuando oigo: “Querido, no estés triste, la muerte es una
barrera que nuestro amor puede cruzar”.
Una suave brisa roza mi desnuda nuca y un escalofrío recorre mi cuerpo. En ese
momento siento que no estoy solo y, al darme la vuelta, veo su espíritu. Me ofrece la
mano invitándome a seguirla en su viaje hacia la luz. Cuando nos damos las manos para
partir, me vuelvo y veo mi cuerpo que yace sobre la tumba de mi prometida. Y entonces,