Relatos al estilo del Romanticismo
dejando así a la vista únicamente sus ojos negros. Se desplazaba con algún rumbo pero sin decisión, ascendiendo la gran montaña del lago. A Lena le pareció algo insólito y tentador, pues nunca había visto a nadie cerca de aquél recóndito lugar, y menos a esas horas del amanecer. Afortunadamente, ese día su hermano también fue con ella a pastar el rebaño, por lo que podía dejarlo solo unos instantes para saciar la curiosidad que le produjo aquél desorientado joven. A medida que iba siguiendo sus pasos, su curiosidad se hacía mayor, y no se dio cuenta de que llevaba algo más de una hora imitando los movimientos del muchacho para llegar a la cima. Cuando fue consciente de la imprudencia y la insensatez que cometía, se dispuso a dar la vuelta y volver con su hermano, pero una reluciente y cegadora luz que provenía de lo más alto del monte la sobresaltó. Dirigió su clara mirada hasta el origen de aquél potente rayo de luz de un intenso tono añil y, decidida, ascendió todo lo que pudo y observó la extraordinaria situación tras una roca. El chico al que persiguió durante todo el trayecto se encontraba de rodillas frente a una especie de altar de mineral de Amatista, del cual provenía la luz. Sus ojos lucían de un violeta brillante, y su mirada era cada vez más esperanzada. Al cabo de unos momentos, cuando la luz ya había dejado de crecer, de ella surgió la figura de una mujer de largos y ondulados cabellos morados, mirada inquisitiva y penetrante, y con el cuerpo cubierto por una especie de niebla que dejaba tenuemente a la vista su esbelta silueta. Lena la reconoció como una hipnotizador diosa, imposible de imaginar sin verla uno mismo. La apuesta diosa aparentemente proveniente de otro mundo preguntó con su adormecedora voz al joven por un motivo. El chico, mientras se retiraba el pañuelo que cubría parte de su cara pálida por el temor, observaba que no hubiera ningún otro testigo de lo que acto seguido iba a suceder y, a continuación, respondió:
-Amor no correspondido. No puedo aguantarlo más, se lo ruego, hágalo ya.
La figura proveniente de la Amatista lo miró soberbia pero comprensiva, y accedió a dejarle pasar por el portal del que ella surgió. Cuando el joven se incorporó y se puso en pie, Lena lo reconoció; no era ningún campesino ni ningún mendigo como ella creyó, no. Era ni más ni menos que el príncipe Hans, con el cual había coincidido semanas antes en la celebración de final de año y con el que había conversado toda la víspera. No lo volvió a ver hasta ese mismo día, en el que suplicaba a un ente que le dejara abandonar la vida por no poder estar con ella, una pastora de clase baja que nunca alcanzaría a la clase