SAYENCO POESIA DE LA MEMORIA. Sept. 2013 | Page 45
HIJOS AHUMADOS
Soy de esos vascos a los que, en su infancia, el cuartel de la Guardia Civil no les
infundía miedo sino pena. Estaba lleno de hombres adustos y domésticos que
llegaban a pie a los caseríos y, envueltos en sus capas, nos pedían una firma que
probaba el cumplimiento de la ronda de vigilancia. Se adentraban confiados en
nuestras viviendas, depositaban los pistolones, desceñían correas e iniciábamos
la charla. En invierno, delante de la lumbre, mi madre les ofrecía café humeante y,
si era fiesta, algún dulce. En verano, los invitábamos a arrancar los frutos de los
árboles. Avanzaban lentamente bajo un sol que castigaba la sumisión al uniforme
grueso.
A
mí
me
gustaba
imaginarlos
ladrones
de
cerezas.
Asistíamos a la fiesta anual del cuartel y estrené mi tristeza en el patio de lajas
sombrías. Qué olor a coliflores hervidas en lejía. Sólo la música mala anima a
emborracharse, pero aquella era de tan pésimo gusto que paralizaba los labios
sedientos.
Crecimos, y no olvidaré la oscuridad veloz de los inviernos. Subíamos del colegio
guiados por el lenguaje de las linternas de los contrabandistas. Mi padre halló,
escondidos en un almiar de helecho, varios frascos de perfume francés y ni se
atrevió a tocarlos por miedo al lujo excesivo. Sospechábamos que los matuteros y
guardias compartían, por turnos caballerosamente respetados, el uso nocturno de
una borda cercana al caserío. Algunas mañanas examiné el camastro de heno e
intenté separar las huellas fragantes del contrabandista de café y los rastros
severos del perseguidor.
En la adolescencia, los poemas de Blas de Otero y César Vallejo me condujeron a
los textos de Karl Marx. Mostré aquellos libros secretos a los guardias que
calentaban el desayuno en la cocina de mi casa. Cómo desconfiar de unos
hombres cuyo deje andaluz o sequedad extremeña añadía acentos tan gratos al
diálogo.
Después el ambiente se enturbió. En el entusiasmo de la transición política de los
años setenta, unos cobardes dijeron que íbamos a transformar el mundo, y para
ello únicamente hicieron el esfuerzo íntimo de cambiar la orientación de sus
zarpas. Señalaron con inquina a los guardias. Éstos reaccionaron con zafiedad.
Fui retenido en un control ordinario. Borrachos, me amenazaron y se rieron de mí.
Desde entonces, caminé con el presentimiento de ser odiado por los árboles
anochecidos.
Francisco Javier Irazoki
(Del libro Los hombres intermitentes. Hiperión, 2006)
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