CINCO MINUTOS
Cinco minutos. Me quedan cinco minutos y parece que nadie a mi alrededor se da cuenta
de ello.
TIC-TAC-TIC-TAC.
Ya son menos, tal vez sean sólo cuatro. Es angustioso.
Escucho gritos, niños pequeños jugando, alguno creo que llora. No quiero ni mirar.
A lo lejos oigo tráfico, pitidos, coches acercándose. Cerca de mí, gente que camina
algunos rápidamente, otros más despacio y el tiempo sigue pasando.
TIC-TAC-TIC-TAC.
Realmente no sé por qué me imagino el tiempo correr con
un tic, tac, ya que no conozco a nadie que lleve relojes de
esos que se ven en las películas antiguas, esas rollo que no
suelen tener ni colores y en las que las personas mayores
hablan mucho. En estas películas algunas veces alguien
acerca el reloj a la oreja para ver si funciona y luego
suele agitar la mano, o darle algún golpecito al reloj como
si así el tiempo volviese a correr de nuevo. ¡Qué tontería!
Ahora que caigo, ya sé de dónde viene lo del tic, tac. En
esos cuentos que me hacían leer, aunque yo sólo miraba
los grandes dibujos llenos de colores, en los que siempre salía un gran reloj sonriente,
con dos campanas en su redonda y gorda cabeza y de brazos y piernas ridículamente
delgadas. Para acabar de fastidiarla les suelen dibujar con las manos y los pies
generalmente muy grandes y abiertos en posiciones ridículas. El que dibuja estas cosas
para los niños no debe estar bien de la cabeza.
Estos panzudos y grotescos relojes (esta palabreja la aprendí en un juego y me gustó
como suena porque conozco a gente que le viene al pelo), también suelen tener grandes
agujas que señalan la hora y