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Habían entrado sin pedir permiso. Nos
encerraron en nuestras propias casas y caminaron
por nuestros caminos. Nos condenaron por ser
diferentes y por buscar una limpieza de su propia
sangre. 1947 y 1948 han sido los peores años de
nuestra historia; han colonizado un pueblo libre,
han hecho de este hermoso país un baño de sangre
sin pretextos. Nos comparan con los pieles rojas;
no hay palabras que sanen ni curen nuestras
heridas, esas que jamás van a cerrarse y que ellos
se encargarán de mantener abiertas glorificando
las masacres acaecidas dentro de nuestras tierras.
Han izado la bandera con la estrella de David en
su centro. Lograron su cometido. Maldecimos a
Herzl, maldecimos a Balfour, y maldecimos a
todo el Estado americano en su calidad de
interventor y proveedor de muerte metálica. Hoy
me encuentro aquí, caminando las calles sin
pavimento de mi aldea, cinco kilómetros al oeste
de la santa Jerusalén. Las casas son pequeñas,
entre vecinos nos alentamos, buscamos darnos
fuerzas esperando que respeten el pacto, que al
menos nos dejen vivir de nuestro lado: un país
dividido en dos, destruido desde sus entrañas.
Han construido un país donde ya no había lugar,
empujaron los hilos de las Naciones Unidas y
alzaron la voz poniéndonos un trapo en la boca y
atándonos las manos a nuestra espalda.
Es 7 de abril; hace calor, como todos los meses
del año. La pequeña tienda de abastecimiento no
abrió hoy, ni ayer; ni abrirá mañana. Ahmed dice
tener miedo de que el Irgun o la Banda Stern
golpeen su puerta y le pidan abandonar su hogar y
su negocio junto a su familia, aquel que le costó
más de treinta años construir; ese donde vio crecer
a su hijo Adil y lo vio caminar por primera vez.
Cada vez tenemos más hambre. No podemos
acercarnos a las fronteras de la asediada ciudad
santa por miedo a ser asesinados con la excusa de
querer recuperar aquello que nos fue arrebatado.
No somos violentos, no buscamos la guerra: solo
queremos recuperar nuestra paz. Han llegado
noticias de Qastall hace cuatro días. Nos
mantienen incomunicados, pero sabemos que el
Palmach la ha asaltado.
Caminando llegué al extremo de nuestra aldea
y pude ver un camión con soldados dentro; algu-
Se llamó Deir Yassir
nos hacían fuego sobre el costado de la carretera
para cocinar sobre unas ollas plateadas y cargadas
de comida. Reían y bailaban sin parar, se los veía
felices como si no supiesen qué ocurría a un
kilómetro de ahí. Bahir y Haidar me dijeron que
vieron un grupo de cinco hombres merodear por
la aldea. Nadie sale ya de su casa, no tenemos
armas y nuestros hijos necesitan comida para
poder seguir creciendo; están desnutriendo el
futuro y nosotros estamos cultivando nuestro
miedo en nuestra propia tierra y tememos tener
que cosecharlo. Ya no reconozco la realidad,
siento que es parte de una ficción; parte de un
escritor que escribe historias de terror; un escritor
frustrado creando un país imaginario donde el
enemigo hostiga al indefenso; parte de una
alegoría quizás. Es el hambre y el terror
imaginando, no soy yo.
Hoy amanecimos con más apetito.
Hemos de juntarnos en casa de Jamal que dice
haber cosechado algunas legumbres de su patio
trasero. Somos alrededor de cincuenta, y dejamos
fuera al doble de los nuestros; la comida no es
suficiente, alimentamos primero a los niños y las
mujeres embarazadas, y lo que sobra lo
repartimos entre los más viejos y nosotros. Kamal
tiene una pistola que un conocido suyo trajo desde
Kazajistán; parece de juguete, nunca había visto
una en persona. Insistió en que durmiéramos
todos juntos en su casa (que es, por cierto, grande)
por si ocurre algo que amerite el uso del arma.
Hoy vieron a dos grupos de tres soldados cerca de
la aldea, cargaban rifles y granadas en su cintura.
El miedo es insostenible; cada vez están más
encima nuestro. Esta noche vigilaré la zona y me
quedaré al pie del abismo con un palo en mis
manos y algunas piedras en mis bolsillos.
No recuerdo cuándo comenzó, no era de noche;
era de día. Me desperté con el sol en mi cara: me
había quedado dormido. Los gritos provenían de
unas casas más adelante. Era desgarrador.
Comencé a escuchar ametralladoras. Todos,
dentro del refugio que habíamos creado, estaban a
salvo, aunque aterrorizados, con las manos en sus
cabezas y sus oídos. Jamal me miró preocupado;
yo agradecí que mis hijos y mi esposa estuviesen
allí, conmigo. Los gritos y los llantos se oían cada