Revista Rocamadour Revista completa | Page 16

16 Habían entrado sin pedir permiso. Nos encerraron en nuestras propias casas y caminaron por nuestros caminos. Nos condenaron por ser diferentes y por buscar una limpieza de su propia sangre. 1947 y 1948 han sido los peores años de nuestra historia; han colonizado un pueblo libre, han hecho de este hermoso país un baño de sangre sin pretextos. Nos comparan con los pieles rojas; no hay palabras que sanen ni curen nuestras heridas, esas que jamás van a cerrarse y que ellos se encargarán de mantener abiertas glorificando las masacres acaecidas dentro de nuestras tierras. Han izado la bandera con la estrella de David en su centro. Lograron su cometido. Maldecimos a Herzl, maldecimos a Balfour, y maldecimos a todo el Estado americano en su calidad de interventor y proveedor de muerte metálica. Hoy me encuentro aquí, caminando las calles sin pavimento de mi aldea, cinco kilómetros al oeste de la santa Jerusalén. Las casas son pequeñas, entre vecinos nos alentamos, buscamos darnos fuerzas esperando que respeten el pacto, que al menos nos dejen vivir de nuestro lado: un país dividido en dos, destruido desde sus entrañas. Han construido un país donde ya no había lugar, empujaron los hilos de las Naciones Unidas y alzaron la voz poniéndonos un trapo en la boca y atándonos las manos a nuestra espalda. Es 7 de abril; hace calor, como todos los meses del año. La pequeña tienda de abastecimiento no abrió hoy, ni ayer; ni abrirá mañana. Ahmed dice tener miedo de que el Irgun o la Banda Stern golpeen su puerta y le pidan abandonar su hogar y su negocio junto a su familia, aquel que le costó más de treinta años construir; ese donde vio crecer a su hijo Adil y lo vio caminar por primera vez. Cada vez tenemos más hambre. No podemos acercarnos a las fronteras de la asediada ciudad santa por miedo a ser asesinados con la excusa de querer recuperar aquello que nos fue arrebatado. No somos violentos, no buscamos la guerra: solo queremos recuperar nuestra paz. Han llegado noticias de Qastall hace cuatro días. Nos mantienen incomunicados, pero sabemos que el Palmach la ha asaltado. Caminando llegué al extremo de nuestra aldea y pude ver un camión con soldados dentro; algu- Se llamó Deir Yassir nos hacían fuego sobre el costado de la carretera para cocinar sobre unas ollas plateadas y cargadas de comida. Reían y bailaban sin parar, se los veía felices como si no supiesen qué ocurría a un kilómetro de ahí. Bahir y Haidar me dijeron que vieron un grupo de cinco hombres merodear por la aldea. Nadie sale ya de su casa, no tenemos armas y nuestros hijos necesitan comida para poder seguir creciendo; están desnutriendo el futuro y nosotros estamos cultivando nuestro miedo en nuestra propia tierra y tememos tener que cosecharlo. Ya no reconozco la realidad, siento que es parte de una ficción; parte de un escritor que escribe historias de terror; un escritor frustrado creando un país imaginario donde el enemigo hostiga al indefenso; parte de una alegoría quizás. Es el hambre y el terror imaginando, no soy yo. Hoy amanecimos con más apetito. Hemos de juntarnos en casa de Jamal que dice haber cosechado algunas legumbres de su patio trasero. Somos alrededor de cincuenta, y dejamos fuera al doble de los nuestros; la comida no es suficiente, alimentamos primero a los niños y las mujeres embarazadas, y lo que sobra lo repartimos entre los más viejos y nosotros. Kamal tiene una pistola que un conocido suyo trajo desde Kazajistán; parece de juguete, nunca había visto una en persona. Insistió en que durmiéramos todos juntos en su casa (que es, por cierto, grande) por si ocurre algo que amerite el uso del arma. Hoy vieron a dos grupos de tres soldados cerca de la aldea, cargaban rifles y granadas en su cintura. El miedo es insostenible; cada vez están más encima nuestro. Esta noche vigilaré la zona y me quedaré al pie del abismo con un palo en mis manos y algunas piedras en mis bolsillos. No recuerdo cuándo comenzó, no era de noche; era de día. Me desperté con el sol en mi cara: me había quedado dormido. Los gritos provenían de unas casas más adelante. Era desgarrador. Comencé a escuchar ametralladoras. Todos, dentro del refugio que habíamos creado, estaban a salvo, aunque aterrorizados, con las manos en sus cabezas y sus oídos. Jamal me miró preocupado; yo agradecí que mis hijos y mi esposa estuviesen allí, conmigo. Los gritos y los llantos se oían cada