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se arrastró hasta la tierra y se apresuró a unirse a la terrible refriega, en la que iba a jugar
un papel importante.
Una de las grandes olas, agitadas por los esfuerzos de Iörmungandr, puso a flote a
Nagilfar, el funesto barco, que estaba completamente construido con las uñas de
aquellos muertos cuyos familiares habían fracasado, a través de los años, en su deber,
habiendo olvidado cortar las uñas de los fallecidos antes de que pudieran descansar. Tan
pronto como esta embarcación salió a flote, Loki embarcó en ella con el feroz ejército
de Muspellheim y lo guió audazmente a través de las agitadas aguas hasta el lugar del
conflicto.
Éste no era el único barco que se dirigía a Vigrid, pues de un espeso banco de niebla,
hacia el Norte, salió otra embarcación, pilotada por Hrym, en la que todos eran gigantes
de hielo, armados por completo e impacientes por entrar en batalla contra los Ases, a
quienes siempre habían odiado con todas sus fuerzas.
Al mismo tiempo, Hel, la diosa de la muerte, salió por una grieta en la tierra desde su
hogar en el inframundo, seguida de cerca por el sabueso de ésta, Garm. Los
malhechores de su lúgubre reino y el dragón Nidhug, que sobrevoló el campo de batalla,
transportando cadáveres sobre sus alas.
Tan pronto como aterrizó, Loki dio la bienvenida a estos refuerzos con alegría y,
colocándose en cabeza, marchó con ellos hacia la lucha.
Los cielos se partieron súbitamente en dos, y a través de la enorme brecha, cabalgó
Surtr con su espada flameante, seguido por sus hijos y, mientras atravesaban el puente
Bifröst, con la intención de arrasar Asgard, el glorioso arco se hundió con un estruendo
bajo las pisadas de sus caballos.
Los dioses sabían muy bien que su fin se encontraba ahora cerca y que su debilidad y
falta de previsión les había situado en gran desventaja, pues Odín sólo tenía un ojo, Tyr
una mano y Frey nada, excepto un cuerno de venado con el que defenderse, en vez de su
invencible espada. Sin embargo, los Ases no mostraron señales de desesperación, sino
que, como auténticos dioses de guerra del Norte, se pusieron sus más ricas vestimentas
y cabalgaron alegremente hacia el campo de batalla, decididos a poner un alto precio a
sus vidas.
Mientras reunían sus fuerzas, Odín descendió una vez más hasta el manantial Urdar,
donde bajo Yggdrasil derribado, se sentaban aún las Nornas con los rostros cubiertos y
guardando un silencio obstinado, con su tela que yacía rasgada a sus pies. El padre de
los dioses susurró de nuevo un comunicado misterioso a Mimir, tras lo cual volvió a
montar sobre su caballo Sleipnir y se reunió con el ejército que esperaba.
La Gran Batalla.
Los combatientes se encontraban ahora congregados en las vastas extensiones de
Vigrid. A un lado, se alineaban los severos, tranquilos rostros de los Ases, los Vanes y
los Einheriar, mientras que en el otro se reunían el abigarrado ejército de Surtr, los
sombríos gigantes de hielo, el pálido ejército de Hel y Loki y sus horribles seguidores,
Garm, Fenrir e Iörmungandr, estos dos últimos, arrojando fuego y humo, y exhalando