Editorial
En números anteriores de nuestra revista hemos
hablado de los niños y de los jóvenes; en este
hablaremos de los adultos: personas entre treinta
y sesenta y cuatro años que –se supone– han
superado las carencias de la adolescencia, han
logrado un cierto grado de desarrollo y no tienen
aún las limitaciones de la ancianidad; sujetos con
experiencia y vitalidad, con historia y futuro.
La persona adulta es autónoma, capaz de
asumir compromisos en la sociedad y en la Iglesia,
en la familia y el trabajo. Ha definido su vocación y
su estado de vida. Es responsable de sí misma y de
otros. Es –debería ser– digna de confianza; capaz
de soledad y comunión.
Aunque hay muchos adultos cristianos, pocos
de ellos son cristianos adultos (Hb 5,12-14; 6,1-2;
1Co 3,1-3). La mayoría, si acaso, tiene la fe de la
primera comunión o el recuerdo del grupo juvenil.
El cristiano adulto busca a Dios, sigue a
Jesucristo, es dócil al Espíritu Santo, se alimenta
de la Palabra de Dios, participa en la vida de la
comunidad eclesial, carga su cruz, anuncia el
Evangelio con la palabra y la vida; es humilde,
servicial y perseverante.
Fernando Torre, MSpS
Director
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