Revista Innombrable #9 - Mnemosyne "Memorias de la Literatura" (2019) | Page 47

Las mismas montañas en las que nació mi abuelo y las mismas que, inmóviles en el panorama antioqueño, lo vieron agonizar dos días antes. Como esas luces titilantes que se posan sobre ellas cada anochecer, y nos ven morir lentamente a cada uno, como si fueran cómplices de este caos de ciudad. Aguardé en silencio hasta el transbordo de la estación San Antonio. Bajé corriendo por las escaleras de la estación hasta entrar en el tren que iba para San Javier. Observé cómo se llenaba lentamente el vagón por las personas que terminaban su jornada laboral en el centro de la ciudad. Agobiado por la multitud, me levanté y sin querer le cedí el puesto a un anciano, para poder recostarme en la ventana mientras miraba a Medellín pasar y pasar. Mi silenciosa espera se vio interrumpida por el sollozo de un hombre que estaba atrás de mí. Cuando volteé, pude ver cómo se echaba en el suelo para luego estallar en un llanto horroroso. Segundos más tarde se paró y siguió su viaje, quizá dejando brotar otro par de lágrimas. — ¿Señor, por qué llora? —Pregunté alertado porque nadie más parecía notar el extraño suceso. — ¿Qué pasó? El hombre se dio la vuelta, me miró en silencio durante unos segundos y dejó salir de su boca una risa burlona que percibí como un escupitajo verde y espeso. Continuó su viaje con total indiferencia. Vi cómo en otro rincón del vagón una señora que llevaba en sus brazos un niño espantosamente blanco y lampiño, también comenzó a lagrimear. Otra vez nadie se percató, sólo yo, aunque creo que da lo mismo. Intenté no darle importancia y me distraje con las gotas de lluvia que se deslizaban por las ventanas del vagón. Minutos después, el niño a mi lado, que aparentaba unos ocho años, también inició un lloriqueo horroroso como si fuera un recién nacido. Antes de poder tan siquiera voltear a verlo, se aventó al suelo que la muchedumbre había manchado levemente de pantano. Los demás pasajeros hicieron lo mismo. Y yo, extrañado por la situación, no podía evitar hacerlo también. Así que me dejé consolar por la multitud que parecía comprender mi dolor y me dejé caer lentamente sobre el montón de cadáveres que siempre me había rodeado. En la estación Estadio un policía bachiller, de esos que rara vez tienen idea de lo que hacen o deben de hacer, entró en el vagón y me expulsó, como si mi presencia allí representara una amenaza para el ‘orden público’ que desde hace tiempo estaba bastante desordenado. Miré de forma desesperada el interior. Todos me miraban en silencio. Paralizados. Al ver sus rostros estoicos intuí que en todo el trayecto ninguno de ellos había dejado escapar una sola lágrima. Sólo era yo. Delirando. Esperando sentirme comprendido para llenar el vacío que día tras día se expande en mi pecho como una gangrena. Engañándome. Fingiendo no estar solo en este laberinto de cemento. Incapaz de distinguir lo real de lo irreal me eché a correr por la carrera 70 zigzagueando entre vendedores de artesanía y transeúntes extranjeros hasta llegar a la casa. Al llegar, toqué la puerta con desesperación. Sentía el bullicio, pero nadie parecía escuchar mis puños cayendo sobre la puerta. Golpeé más fuerte. Con el caer de los golpes, mis nudillos comenzaron a sangrar. Y luego de un rato mi cuerpo cayó al suelo como un edificio recién demolido. Un carro bomba fue detonado en mis entrañas. Sólo era un muro. 47