Revista EntreClases Nº 5. Enero 2020 | Page 5

Lamentablemente, vivimos en una sociedad profundamente marcada por la dualidad, por la necesidad de dividir el mundo entre nosotros, lo bueno y lo civilizado y el “monstruo de la otredad”, lo malo y lo salvaje. Y es precisamente esto lo que nos hace vulnerables: nos da miedo lo desconocido y por ello, inmediatamente lo diagnosticamos como algo maligno; mientras bajamos la guardia ante aquello que nos resulta familiar, ante la cotidianidad. Vivimos en una “sociedad del espectáculo, sin espectáculo”, como diría la Doctora en Comunicación Pilar Carrera. Con ello quiero decir que nos sentimos seguros y libres de toda manipulación cuando hay algo que nos trata como ese amigo que está siempre contigo (y claro, un amigo no traiciona); pero lo cierto es que somos carne de engaño y manipulación (como antes, pero de un modo más perfeccionado), de ahí que el marketing, no solo a nivel de consumo, sino también a nivel político nos llega a través de las redes sociales. Independientemente de que nuestro Congreso de los Diputados se aproxime más a la idea de circo que a un hemiciclo donde prima el respeto, el sentido común y la búsqueda del bien común (y no el de uno mismo); hemos vivido, en un brevísimo período de tiempo, el paso de ver a los líderes políticos como seres inaccesibles, a mandarles fotos de nuestras mascotas y darles “retuit” e interactuar con ellos como si fueran amigos de toda la vida.

No os dejéis engañar, la censura y la manipulación no solo existen en su forma explícita como podemos ver en China, Irán o Turquía, sino que también lo están (implícitamente) en el “Primer Mundo”, desde esa obra de arte que muestra un desnudo y que Facebook o Instagram te censuran, hasta las publicaciones y anuncios que “inocentemente” aparecen en tus redes sociales para decirte lo bien que tu candidato político lo hace y lo mal que lo hace su rival (acordaos de Cambridge Analítica).

Si el paso del tiempo es sinónimo de “evolución”, entonces creo que ya va siendo hora de dejar de medir el éxito o fracaso del alumnado en función de la profesión que escojan. El verdadero éxito reside en saber encontrar tu vocación y esforzarte a diario para aprender, mejorar y alcanzar tus metas; todo lo demás es fruto de la necesidad imperante de demostrar una superioridad intelectual que, en realidad, no existe.