de las veces la soledad, en medio de toda la
vorágine. También podía ver a Nothom, o a
sus personajes, dirigiéndose a las oficinas de
una gran empresa donde se sentía explotada,
aislada e incomprendida por su condición de
extranjera aunque hablara japonés perfecta-
mente. Delante de la estatua de Hachiko que
está enfrente de la estación de Shibuya, nos es
fácil imaginar a este perro corriendo hacia su
dueño para luego quedarse un día así, inmó-
vil, de piedra, hasta morir.
Sí, he entrado en todas las librerías que he
podido, y he salido de ellas con una anun-
ciada frustración, nunca seré capaz de leer
literatura japonesa en versión original. Pero
sumergirme en los templos del papel siempre
me satisface. Miro, huelo, hojeo y ya está.
ARMONÍA
Arashiyama posee un bosque de bambú que
permite recorrer un espacio de ambiente mis-
terioso y a la vez apacible, que invita a jugar
con la vista entre las cañas.
En Shirakawa, las casas antiguas, rodea-
das por canales estrechos en los que nadan
abundantes carpas, algunas de ellas de gran
tamaño, los huertos y la montaña que escon-
de algún diminuto cementerio, una campana,
una tori y un templo, invitan a imaginarnos
una sociedad ancestral en plena naturaleza.
Llueve, llueve, pero no nos importa mojar-
nos. Por la tarde luce el sol y percibimos dis-
tintos colores.
Volvemos a casa al cabo de tres semanas
más ricos que nos fuimos, llenos de la luz del
país del sol naciente, de haber experimenta-
do al menos estos ocho sentimientos, número
significativo para los japoneses que tienen un
lado supersticioso importante, y seguro que
alguno más, como la tristeza de partir sabien-
do que hemos dejado mucho por ver y la ale-
gría de poder volver algún día. v
El bosque de bambú de Arashiyama
59