revista de pensamiento crítico y reconocimiento. | Page 27

Cuando yo era niña y vivía en un lugar en el que los niños y niñas jugábamos en la calle, había miedos colectivos ante cosas que nunca realmente habíamos visto. Generalmente, se simbolizaban en una palabra… y nuestra imaginación infantil le daba forma. Alguien decía: “¡Que viene X!” Y, sin ver a nadie ni nada, corríamos hacia casa presos del pánico. El no verlo, agrandaba su poder e incrementaba nuestro miedo.

Los miedos quedan guardados en nuestra memoria emocional. Ante situaciones que nuestro cerebro evalúa como semejantes, afloran de nuevo y condicionan nuestro comportamiento. Este mecanismo tiene importancia relevante tanto para la propia seguridad personal como para tenerlo en cuenta a la hora de educar.

Desde hace algo más de dos meses, una pandemia originada por un virus que no vemos… ha ido cambiando nuestra forma de vivir, de sentir, de pensar, de comportarnos. Aprendimos rápidamente su nombre -“coronavirus”- porque aparecía en todas partes… en la TV, en internet, en las conversaciones telefónicas, en los mensajes de whatsapp… Aunque no lo veíamos, hizo aflorar nuestros miedos porque sí veíamos las consecuencias de los estragos de salud que causa. Y, ante los dramas sanitarios, la voz de expertos y las órdenes del gobierno, nos confinamos en nuestras casas con una mezcla de pánico e incredulidad ante una realidad desconocida que superaba toda ciencia ficción antes imaginada.

Con los adultos, quedaron también confinados los niños y niñas, acostumbrados a aprender y a jugar con sus iguales, ajenos a todo lo que no fuera su familia o su colegio; también los adolescentes, en plena construcción de su

identidad, para quienes los iguales tienen que ver con lo más importante que ocurre en sus vidas. También, los mayores… incluso los que ya no son capaces de interpretar la realidad por sí mismos. Y las distancias cortas y los abrazos, que potencian endorfinas y nos aportan bienestar, quedaron prohibidos y con ello latente su permanente deseo. Las personas queridas tomaron más importancia en nuestra vida. Permanentemente deseábamos saber si se encontraban bien. Con los amigos, aún con los lejanos en el tiempo, comenzamos a intercambiar mensajes y video-llamadas. Las personas y su salud adquirieron relevancia, pasando a primera línea de nuestros paisajes vitales, mientras íbamos teniendo noticias, a veces ambiguas o contradictorias, sobre ese virus desconocido, invisible y muy dañino, que alimentaba nuestros miedos. Y, en este marco, la convivencia se puso a prueba. Porque la convivencia -esa suma de interacciones que se da en un contexto determinado- genera un ambiente -positivo o negativo- que condiciona las relaciones de quienes habitan ese contexto. Las interacciones de las parejas condicionan las de sus hijos… y toda esa suma construye el clima de convivencia.

“Lo que se les dé a los niños,

los niños darán a la sociedad”

(Karl A. Menninger).

I. Éramos... y estábamos.

Yo siempre me acordaba de los niños, niñas y adolescentes, escuchando en su familia los relatos y comentarios de los adultos, mirando sus reacciones… ¡los modelos a copiar!

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