Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 88

Icono con flor roja, Ramiro Jácome. 86 financiar los premios era muy difí- cil, ya que a más del Gran Premio se había programado dos Prime- ros Premios: para el mejor artista extranjero y para el mejor artista nacional. Para el primer caso, fue el I. Municipio de Guayaquil quien ofreció ese premio y, para el segun- do caso fue la I. Municipalidad de Quito, pero por encontrarse en una situación económica difícil, decidió financiarlo en base de los intereses que produciría el pequeño capital del Concurso Mariano Aguilera en los próximos años. Esta fue la razón para que (en) diez años no se haya vuelto a realizar tan importante Certamen». Sobre el ámbito del Mariano Aguilera —local o nacional— no se puede establecer juicios de- finitivos debido a que no se ha contado con un registro riguroso de los participantes (y era difícil que se lo llevara porque el Salón ha sido un programa más entre otros muchos del Departamento de Cultura del Municipio). Sin embargo, al observar la nómina de los premiados, se puede apre- ciar su alcance nacional al ubicar a los artistas por su lugar de resi- dencia, que es lo que cuenta, y no por el lugar de nacimiento, que es un dato accesorio más, tratándose de un mismo país. Así, la gran mayoría de galar- donados han sido en su momento residentes en Quito. Hay cuatro guayaquileños laureados con la máxima presea: Araceli Gilbert (1961), Mariela García (1977), Mauricio Suárez Bango (1990) y Juan Pablo Toral (2004); tres cuencanos: Luis Crespo Ordó- ñez (1938), Jorge Chalco (1983) y Adrián Washco (1996), y tres extranjeros: el norteamericano Lloyd Wulf (1956) y dos chilenos, avecindados por largos años en la ciudad: Claudio Arzani (1986) y Carlos Catasse (1987-2010). En los concursos artísticos, de cualquier alcance que tengan, lo que se juzga, en primer término, es la obra de los artistas, pero por los resultados también puede evaluar- se a los jurados y curadores. En el Mariano han prevalecido en este grupo personajes de la más distin- ta procedencia profesional e inte- lectual sobre los especialistas (ar- tistas, críticos e historiadores del arte, curadores). El registro de las ocupaciones originales de aquellos ‘conocedores y amantes del arte’ es de lo más variado: políticos —‘cul- tos’, se sobrentiende—, escritores, poetas y periodistas, algún sacer- dote, varios arquitectos, algún ar- queólogo y hasta un musicólogo. Cada veredicto conlleva po- lémicas y desacuerdos, y como es lógico los únicos que comparten el juicio del jurado son los premia- dos. En la historia del Mariano hay un episodio, curioso y demos- trativo, que una investigación ex- haustiva tendría que dilucidar. El caso es que el cuadro El carbonero, de Eduardo Kingman, nuncio del realismo social en el país, fue re- chazado por el jurado de admisión en 1935, pero fue admitido al año siguiente y laureado con el primer premio. Los jurados, desde luego, tie- nen nombres y apellidos, pero también posiciones ideológicas.