Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 77

escaleta mundillo cinematográfico. Despa- rejo, anárquico y un tanto déspota, dueño de un estilo claro y recono- cible, dejó tras de sí un puñado de filmes esenciales del siglo XX. Y un genuino compromiso con su públi- co: «Siento la responsabilidad de no engañar, de no contentarme, de atestiguar con una aplicación rigu- rosa de los instrumentos expresivos de que dispongo, el enredo en que de tiempo en tiempo me encuen- tro», explicó en alguna ocasión. Transformar la memoria deja bien claro que nada le importa menos que pasar por sustitutos de la realidad. Son artificios, inven- ciones que se muestran sin tapujos como tales, y desde allí narran o in- terpelan a los retazos de fantasmas y experiencias que todos llevamos dentro. Al momento de morir, hace 25 años, el creador de clásicos como La dolce vita y La strada concitaba como pocos los mayores elogios y las críticas más despiadadas del «El Rímini que inventé es más preciso y concreto, para mí, que el real», sostenía Fellini. Nacido en 1920 y criado en esa pequeña ciu- dad de la costa adriática, en una familia de clase media sin grandes privaciones, el futuro cineasta reci- bió una educación tradicional y es- tuvo expuesto a las grandes censuras y tabúes de su generación. Razón de sobra para transformar o ‘rede- corar’ su memoria de aquellos años. De la tediosa y cínica moral cris- tiana, por ejemplo, conservó apenas el vago reflejo de una hermana lega adolescente, que se le acercó lo su- ficiente como para provocarle su primera erección: «Lo que recuerdo es que cada tanto me abrazaba, me apretaba, me restregaba contra ella en medio de un olor de cáscara de patatas, aroma de caldo rancio y ese olor que despiden las faldas de las monjas», solía evocar. Dueño de una natural aversión por los horarios, las autoridades y las obligaciones establecidas, su principal descubrimiento escolar fue el dibujo: un espacio de libertad que le permitía, una página tras otra, volcar su inspiración, su creatividad y su aburrimiento en garabatos so- bre el papel. «Quizás, en la escuela, más que griego, latín, matemática o química (…) aprendí a desarrollar el espíritu de observación, a escu- char el silencio del tiempo que pasa, a reconocer los sonidos lejanos, los olores que llegan desde las ventanas de enfrente, un poco como el pre- sidiario que sabe cuánto tardará el triángulo del sol en llegar hasta el catre», razonaba. Por esa época también se en- contró con el mundo artístico, en una mezcla no del todo tamizada que incluía las novelas negras de Georges Simenon, el circo y las co- medias cinematográficas de Buster Keaton —«Me gustaba más que Chaplin, porque no hacía chanta- je con los sentimientos», decía—, Harold Lloyd, Laurel&Hardy y los Hermanos Marx. Con el transcur- so de los años, subrayaría que los actores cómicos eran benefactores de la humanidad: «Hacer reír a la gente me pareció siempre la más privilegiada de las vocaciones, algo así como la de los santos», era su ar- gumentación habitual. Dibujo, radio, cine Terminada la escuela secunda- ria, su habilidad para el dibujo y su admiración por ilustradores como Winsor McCay, lo condujeron a probar suerte en Florencia y Roma, donde consiguió empleo en distin- tos periódicos y revistas de historie- tas. Mientras fingía ante sus padres la intención de estudiar Derecho, pasó por las redacciones de Il 420, Marc’Aurelio e Il Piccolo, entre otros. Lo curioso del caso, considerando sus dotes plásticas y su trayectoria posterior, es que en varios de aque- llos espacios fue contratado como guionista. Muy pronto, también en la ra- dio advirtieron su talento y lo con- vocaron para escribir libretos, des- tinados a magazines humorísticos que protagonizaban los cómicos célebres del momento. En ese me- dio conoció a dos personas claves en su vida: la actriz Giulietta Ma- 75