Revista Casapalabras N° 36 Casapalabras N° 36 | Page 6
Raúl Andrade
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ay una callejuela en París
de altos y espectrales edi-
ficios de hollín que cruza,
a trasmano de su corazón, desde el
bulevar Courcelles hasta empalmar
con el ruidoso y colorido bulevar
Montmartre. Es una típica calle-
juela de París, con sus grandezas
decorativas y sus miserias astrosas.
La habitan silenciosos rusos pros-
critos, panaderos de rostros feroces,
ágiles muchachitas de París empe-
ñadas en la espiritual conquista del
encaje o en la prosaica de la cena.
No es, ciertamente, de las más atra-
yentes ni de las más pintorescas.
Los negocios oscuros de carbón y
de vino, extrañamente hermanados,
suceden a los tenderetes de hierros
viejos, de libros de deshechos, de
zapaterías de remiendo. Es la ca-
lle Cardinet, postrera de París que
contemplara un hombre nuestro,
de magnífico empaque, de doloro-
sa trayectoria, de fiera y arrogan-
te estatura, a quien, todos, hemos
convenido en denominar don Juan,
sin otro aditamento ni título. Es la
calle en que se asila, vive sus días
de enternecida nostalgia y muere
rodeado por cinco francos de rosas,
vestido del frac que acaso no llega-
ra a estrenar en sarao alguno, ese
hombre huraño y sentimental cuya
existencia fuera una tempestad sin
tregua y cuyo corazón fuera una
rosa indeleble.
Esa calle está unida a nuestra
áspera leyenda de país levantisco
y gallardo, y cualquiera de noso-
tros que ponga por primera, o por
última vez, sus plantas en París, se
siente irresistiblemente atraído por
lo que ella significa para nuestro
bravío pasado de inconformes. Allí,
años atrás, se reunirá una tarde un
puñado de compatriotas a rendir
un homenaje a la memoria que aún
habita en el número 27 de la rue
Cardinet. Los burgueses y compla-
cidos habitantes de la sórdida ca-
llejuela se sentirán un tanto asom-
brados antes la presencia de unos
caballeros que interrumpiendo el
tránsito con anuencia del alcalde de
París y con la presencia de un cor-
dón de guardias de paz, leen unos
discursos emocionados y sinceros
entre los que se destaca la cuartilla
que ha llevado expresamente, en un
bolsillo de su alto chaleco sin ven-
tanas, don Miguel de Unamuno.
Talvez es ese el más significativo
gesto del homenaje. El que rinde,
en ese momento, un ilustre proscri-
to español a otro ilustre proscrito
ecuatoriano, de quien aprendiera
todas las graduaciones de petardo
que suele poseer en nuestro idioma
común la palabra, cuando es expre-
sión de indignaciones justas y de
sagradas cóleras.
Sobre los muros de París, las fá-
bricas, las guerras y la tristeza han
acumulado su hollín espeso. Difí-
cilmente en esa ciudad suelen res-
plandecer las lápidas conmemora-
tivas. Pero ello no tiene importan-
cia. El hombre de cualquier latitud
que atraviesa esa calle y alza a mirar
a las paredes del edificio número
27, sabe que allí vivió y murió, con
estoica templanza, don Juan Mon-
talvo.
Muchas veces anduve y rean-
duve por esa estrecha, silenciosa y
gris «rue Cardinet», buscando el
rastro de don Juan, sin hallar a na-
die que quisiese o pudiese darme
una indicación aproximada de su
destino. Solamente a la altura de
un piso principal, en el número 27,
una placa borrosa y desteñida por
el hollín y los años, indicaba páli-
damente que allí vivió un señor de
su nombre, en las bohardillas del
edificio, cuyas ventanas siempre
abiertas permitían contemplar, en-
tonces, las callejuelas trepadoras de
la colina libre de Montmartre. Allí
se acodaba don Juan, de espaldas a
su dolorida existencia que transcu-
rriera más allá del ancho mar, en
medio de la calumnia y la envidia
disimulada. Triste es leer en viejas
cartas de tinta decolorada por los
años, palabras como las siguien-
tes: «Estoy tocando con varias di-
ficultades puramente físicas para
mi viaje —escribía desde Ipiales
a Rafael Portilla —; no sé siquie-
ra dónde apearme en Quito: tal es
el horror que han infundido en mi
ánimo mis antiguos amigos».
¡Ah! don Juan, tan duro en apa-
riencia, pero tan sensitivo en el fon-
do de su alma, clara como una vasi-
ja de cristal. Acaso no se detendría
a pensar nunca en que esos amigos
de ayer, sus enemigos de entonces,
serían el pedestal de su posteridad y
se encargarían, a pesar de ellos mis-
mos, de ir relievando su estatura.
Por el portón de piedra man-
chada de grises funerales saldría su
alta figura de caballero extraño, de
estrecha y alargada levita y chistera