Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 88

Yus e f Ko ya ó k m a e a z Pe d ro A l e mu jo n G muere con la foto de su amada entre las manos, las prostitutas de Saigón, el cuarto vacío del patrullero muerto, con sus soldados de plomo y su cama intacta. Hay algo so- brecogedoramente humano que sin perder la denuncia, nos devuelve a través de la ternura los gestos de una generación devastada. El resultado es una memoria fracturada que no cabe en la pantalla ni en la mejor fotografía del mundo. El peso de millones de imágenes que se queman en la memoria y persiguen al poeta a donde quiera que vaya, como una maldición. Una mención especial merece el trata- miento de la naturaleza y de la sexualidad. Al ver estos magníficos poemas donde en me- dio del bombardero los soldados, absortos, miran fugazmente una película pornográfi- ca, asisten a los burdeles en “To do Street”, o ese hermoso poema donde las “Chichas de Saigón”, terminada la guerra, se quitan el maquillaje “poniéndose la ropa campesina”, pensamos que la insania del título es tam- bién la frustración de estos jóvenes: “Dien Cai Dau” significa en vietnamita “loco en la cabeza”. Y pensamos con Marcuse que la guerra no es otra cosa que la desviación del Eros hacia el Tánatos. El arte de convertir brazos y piernas jóvenes en máquinas de matar, ansiosas e insatisfechas. Pero ante todo Dien Cai Dau nos emocio- na porque es un maravilloso libro de poemas. En estas páginas es la belleza que se mira así misma en los combates, para no perecer del todo. Su asunto, más que el mensaje, es lo inexpresable de la vida y de la muerte. En una entrevista con Suzan Sherman y Paul Muldoon, aquí presente, Komunyakaa habla de su poesía como una amalgama entre “la i ago nosa Carto gr a Sa fí nt a de los E s e pi s pe j os carpintería” y “la improvisación”. El poeta, nos dice, busca la “nota azul” o “blue note”: un sonido que no existe pero que siguen los músicos cuando improvisan, ampliando las fronteras del sonido: Camuflando la quimera Nos atamos ramas a los cascos. Nos pintamos las caras, y los fusiles, con el fango de la orilla del río, Gracias otra vez por la granada defectuosa que lanzaron a mis pies en las afueras de Chu Lai. Aún estoy oyendo su silencio. No se por qué el sol intrépido rozó la bayoneta, pero sé que algo había entre aquellos árboles que se movía sólo cuando yo me movía. colgamos manojos de hierba de los bolsillos de nuestros uniformes de camuflaje. Nos fundimos con la selva contentos de que los colibríes se fijaran en nosotros. Estas palabras encuentran la calidez y la distancia suficiente para dejar una verdad en la memoria. Algo que explota como esas gra- nadas, muchos después de que las leemos. En el último poema del libro, el poeta va al Monumento de las víctimas en Washington D.C., pero comprende que su cara no se re- fleja en el granito negro, que el monumento, con todos sus miles de nombres, no estuvo hecho para el: “Mi cara negra se desvanece,/ se oculta dentro del granito negro”. Pero Komunyakaa ha construido con este libro un monumento más honesto para reflejarse y reflejarlos a ellos, las víctimas. Su voz, para decirlo de una manera, es la locura de muchas voces. La visita de Yusef a Colombia coincide con la situación de un país que en la ciudad, lejos del lugar de los hechos, se debate por el fin o la continuidad de la guerra. Pero que ha hecho muy por comprenderla o por pensar qué es lo que pasa en la mente y en las vidas de aquellos que la viven de verdad. desde Saigón a Bangkok, acordándonos de las mujeres que habíamos dejado en América. Apuntábamos a los pájaros de cantos ominosos. Nos ceñimos a los bambúes y luchamos contra el viento que venía del río arrastrando nuestros fantasmas En nuestras paradas sombrías los simios de las rocas intentaban delatarnos lanzando piedras al anochecer. Los camaleones trepaban por nuestras espaldas, cambiaban del día a la noche: del verde al dorado, del dorado al negro. Pero esperamos hasta que la luna se convirtió en metal, hasta que algo se rompió dentro de nosotros. Los Vietcong se movían por la ladera, con sus vestidos de seda negra, transportando equipos pesados por la hierba. Allí estábamos escondidos. El río fluía por nuestros huesos. Los animales pequeños se escondían al notar nuestra presencia; contuvimos la respiración, listos para llevar a cabo la emboscada en L, mientras que el mundo daba vueltas debajo de nuestros párpados. Túneles Se mete de cabeza dentro del agujero, da patadas al aire y desparece. Siento como si estuviera allí dentro con él, avanzando, impulsado por un río de oscuridad, sintiéndome dichoso por cada pulgada hacia lo ignoto. Nuestro rata de túnel es el hombre más pequeño del pelotón en una caja de resonancia que le hace sangrar los oídos si aprieta el gatillo. Se mueve como si imitara a los peces ciegos que se deslizan por un mar imaginario empujado por algo más grande que la ambición en la vida. No piensa en las arañas y alacranes que habitan el aire, ni le inquietan los murciélagos que cuelgan boca abajo como dioses con la ceguera de los topos. El olor a humedad es más intenso que el hedor de las letrinas. Acecha una urdimbre de bombas, dispuestas a reventar en pedazos de estrellas. Inducido por alguna exigencia, por algún impulso, entiende el latido de lo misterioso y lo insólito como pensamientos atrapados debajo de la tierra. Interpela a todas las raíces. Cada sombra amenaza r e v i s t a r e v i s t a  