Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 238
E duar do Gó me z
mi pena, estar a solas errante en el sendero,
/ y el peor de mis daños, no comprender la
vida”. Nuestros orígenes son insondables
y nuestra ignorancia nos hace vislumbrar
espejismos. Al final vamos, “con fatales
pasos hacia el fatal abismo”. El poema ter-
mina con una exclamación inspirada en el
más dramático romanticismo: “¡Oh noche
del camino, vasta y sola, / en medio de la
muerte y del amor!”.
En buena parte de su mejor producción
poética, Barba Jacob hace variaciones apa-
sionadas de la famosa sentencia: “Sólo sé
que no sé nada”. En sus mejores poemas
aporta a la poesía hispanoamericana un
tono filosófico-reflexivo y existencial, que
resucita y actualiza la tradición clásica pero
con matices equilibradamente coloquiales y
modernos.
En Acuarimántima (título que insinúa
agua de mar y sugiere las resonancias del
nombre de la Atlántida, el mítico continen-
te al que se refirió Platón), su poema más
extenso y uno de los más desiguales y des-
concertantes, el poeta nos anuncia desde el
primer verso: “Vengo a expresar la desazón
suprema”. Maín, el héroe de este poema, es
el poeta lírico por antonomasia. Él siente
que el mundo está regido por la ignoran-
cia, el dolor y la embriaguez y se apresta
a concebir un canto hermético y cósmico.
Más adelante se autodefine como “rey del
reino estéril de las lágrimas… rey del reino
vacuo de las rimas”, que con sus “canciones
ebrias / que un son nocturno hechiza”, y con
sus “voces pávidas” anuncia “las cavernas
del Enigma”. Su inspiración no podrá ser
tan pura “como el cerrado corazón de un
monte” pero logrará hacer brillar, al menos
Barba Jacob: el viajero que nunca llega
“una gota de luz” de ese misterio. Observa
la energía encarnada en el cóndor, su es-
pléndido vuelo “de cumbres y centellas”, el
cielo vibrante “en gajos de luceros” y tiene la
sensación de estar en el umbral “de pórticos
sagrados” pero no puede trascender más allá
y es devuelto a las preguntas lacerantes de
siempre, más angustiosas que antes: “en
olvido / mi ser se muere, mi canción no dura,
/ y fui no más un lúgubre alarido?”.
Es presa, otra vez, de su sensualidad
enervante, aunque compensatoria: “carne,
bestia, mi Amiga y mi Enemiga”. No obstan-
te, este es un reconocimiento de que la duali-
dad cristiana todavía le hace sentir el cuerpo
como degradante y ajeno. Siente a veces la
tentación de evadirse en el misticismo (“Bes-
tia de los demonios poseída, / ¡Oh carne,
es hora ya del dón eucarístico!”). Pero, en
realidad, parece que se trata solamente de
un hombre-cuerpo, pues no se sabe dónde
estaría el “alma” (aunque esa respuesta
nunca nos satisface): “carne, bestia… / yo
soy tú, que por leyes ominosas, / …te haces
nada en el polvo de las cosas…”. Entonces,
¿dónde queda “la divina Psiquis…”? ¿Dón-
de sus sueños e ideales condensados en su
“ciudad nebúlea tras la ilusión del día”?
¿Por qué entonces “esta inquietud, y este
ímpetu anhelante / hacia una ley o una ver-
dad suprema”? Se lamenta que su “carne”,
“cual vano mimbre que meció una espiga”
se tornará “nada en el polvo de las cosas”.
Para exclamar a continuación: “¡Nada, nada
por siempre! y merecía / mi alma por los
dioses engañada, / la Verdad y la Ley y la
Armonía. / Sé digna de este horror y de esta
nada, / y activa y valerosa, oh alma mía”.
Este último verso es un verdadero hallazgo
filosófico, poético y existencial que coincide
con Nietzsche cuando afirma que, con todo
su dolor, su absurdo y su oscuridad, la
existencia es nuestro único y absoluto pa-
trimonio y tenemos que asumirlo hasta sus
últimas consecuencias, contestando con un
sí rotundo y heroico al desafío. Para poder
conservar el valor, el poeta concibe el mito de
Acuarimántima, una ciudad sagrada, siem-
pre distante, misteriosa y apenas insinuada,
que parece fulgir en la lejanía y que es como
la condensación de toda plenitud poética. Es
una ciudad imaginaria pero sin ella no se
podría vivir porque simboliza la esperanza
de llegar algún día a una realización plena
y extasiada. Con sencillez e ingenuidad, el
poeta trata de hacer una primera definición
de Acuarimántima: “ciudad del bien; fastuo-
sa, legendaria, / ciudad de amor y esfuerzo
y ufanía / y de meditación y de plegaria; /
una Jerusalén de poesía”. Y en todo el poema
nos dirá que cultiva esa quimera de manera
lúdico-delirante. El Hombre siempre será
derrotado en sus ideales pero sin la tensión
espiritual que ellos suscitan se degradaría
sin retorno. La existencia no es soportable
sin alguna utopía, sin alguna ilusión, “que
al claro cielo / suba el anhelo!… / Por ese
Anhelo, en rimas balbucientes / canto el
rojo camino que a la tarde / se pinta en la
montaña evocadora, / o a la vívida luz del
sol temprano…/ y por él amo, en fin, y por él
sueño / con una honda transfusión divina /
de la luz en mi carne de tortura / puesto que
está la estrella vespertina / sobre el horror de
esta prisión obscura! / …y fulge Acuarimán-
tima a lo lejos…”. Más fuerte que la derrota
y la muerte, la ciudad ensoñada flota muy
lejos como la imagen de la redención: “en
la lluvia de gotas de mi sangre, / tras el velo
irisado de mis lágrimas, / vago sueño – sus
brumas deshacía – / vago sueño – mi vaga
Acuarimántima – “. Finalmente, el mito se
deshace; ante la inmensidad enigmática del
mar, siente el fracaso de su búsqueda, de su
“estéril tiempo” en su “inquietud suprema”.
Maín, “el héroe del poema”, envidia al cam-
pesino sencillo, al hombre rudo y natural,
al procreador, cuya ilusión “un hálito divino
/…ha poblado de niños los instantes”. El
“enigma inviolado”, continúa. Poseemos el
saber de “los sentidos”, aunque éste es un
“pobre y ruin saber”. No se puede, entonces,
sino constatar los existentes: “y por toda
verdad saber ahora / que brilla el mar, que
el monte se estremece, / que fulge Sirio en
el confín lejano” y que la muerte consistirá
en volver a confundirse con esa naturaleza
insondable.
El poeta se rinde humilde y resignado
a esa ignorancia suprema y se desea una
extinción suave, “tenue”, en ese Todo, y que
quede reintegrado “a la epopeya trunca /
en la ciudad de nieblas de (su) gloria”. Así
conquista, ensoñador, la “tenebrosa, recón-
dita Armonía”.
Es un poema circular, en el que los reza-
gos de la formación cristiana de Barba Jacob
se imponen al final, en vagos lugares comu-
nes: “y el ancla suelte a místicas regiones,
/ no humano ya mi desear: divino / mi po-
seer”. Esos metafísicos anhelos se confunden
con su “nebúlea, azulina, Acuarimántima”.
Estos versos finales no constituyen un des-
cubrimiento de la inspiración poética. Es
como si Barba Jacob apelara, cómodamente,
a las manidas pretensiones de la dogmática
cristiana cuando habla del Más Allá, de un
r e v i s t a r e v i s t a