Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 236

E duar do Gó me z Barba Jacob: el viajero que nunca llega prolongaría unos años más, hasta poco antes de su muerte. Y lo que había sucedido tantas veces, ocurrió también al final de esta única y última visita a Colombia: el 6 de mayo de 1930, y en Buenaventura, por donde había venido, Barba Jacob se despedía de su país de origen, resentido y pobre, pero habiendo brillado con los resplandores rojizos de su equívoca leyenda y luego de haber fundado su prestigio como poeta para mucho tiem- po. Su partida tenía algo de huida, de esa necesidad de cambiar de escenario y de público que sienten los actores veteranos, cuando el público empieza a dar síntomas de indiferencia y cansancio, y el impacto de las primeras actuaciones da paso a la serenidad de juicio ante lo conocido. La intensidad que siempre acompañaba sus apariciones, consumía rápidamente sus posibilidades de juglar moderno, conversador recursivo y periodista versátil y aventurero. El viajero trascendente La obsesión de que la existencia es un tránsito breve entre dos momentos inex- plicables que se hunden en los abismos del misterio y del tiempo, a la manera de un viaje del que no sabemos de dónde ve- nimos, ni para dónde vamos, es un tema central de la obra poética de Barba Jacob, que el poeta sabe insinuar desde diversas perspectivas. En su poema, Canción de la vida profunda (que lleva como epígrafe la sentencia de Montaigne, “El hombre es cosa vana, variable y ondeante…”) el poeta proclama que el Hombre no puede reposar en una supuesta identidad consigo mismo, porque, como poco después lo diría Sartre Michel de Montaigne (Château de Montaigne, 1533-1592). de manera conceptual, el ser del hombre es el no-ser. Entonces, el Hombre es irreduc- tible a esencias rígidas, nunca podrá ser idéntico a sí mismo y reposar en un ser, pues está condenado a transformarse, mediante un fluir contradictorio. Concretamente, el poema muestra que la existencia se puede describir como la sucesión de estados de ánimo, misteriosamente surgidos; de donde se desprende la veleidad y fragilidad huma- nas. En la primera estrofa (“Hay días en que somos tan móviles tan móviles”) el sujeto del poema sueña con transformaciones mágicas por el solo hecho del desplazamiento, del viaje (“Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonría”, porque la vida es “undívaga y abier- ta como un mar”). En la segunda estrofa se señala la humana “fertilidad” (“hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles / como en abril el campo que tiembla de pasión: / bajo el influjo próvido de espirituales lluvias, / el alma está brotando florestas de ilusión”). Esa fecundidad es concebida en forma muy pasiva. El poeta habla de una fecundidad muy femenina como la de la “tierra que tiembla de pasión”, fecundada por las llu- vias del cielo. En la tercera estrofa, se dice como el hombre logra a veces la serenidad y la placidez, y regresa a la sensaciones de infancia pero siempre a través de su expe- riencia presente (“niñez en el crepúsculo”) añorando el equilibrio perfecto (“lagunas de zafir”) y la contemplación beata y sere- na, que le permite distanciarse de todo con una sonrisa. Luego, en las estrofas, cuarta, quinta y sexta, el sujeto del poema nos habla sucesivamente de los estados de sordidez, lubricidad y duelo que aquejan al Hombre, hasta que ese fluir sin pausa de transfor- maciones anímicas desemboca en el viaje definitivo, en una transformación absoluta que inaugura una etapa completamente desconocida, de la que solo sabemos que es una ausencia sin retorno: “más hay también ¡oh Tierra! un día… un día… un día / en que levamos anclas para jamás volver…/ Un día en que discurren vientos ineluctables. / ¡Un día en que ya nadie nos puede retener!” En el poema, La estrella de la tarde, el sujeto del poema confiesa su convicción de que el Hombre se encuentra en el mundo como alguien que solamente puede constatar presencias y existencias inexplicables (“Un monte azul, un pájaro viajero, / un roble, una llanura, / un niño, una canción…) pero que nunca sabrá nada en profundidad, nunca obtendrá respuestas satisfactorias a las preguntas fundamentales (“…Y, sin embargo, / nada sabemos hoy hermano mío”). Todos los caminos desembocan en la oscuridad (“Bórranse los senderos en la sombra”) el ser de las cosas es impenetrable (“El corazón del monte está cerrado”) y de los seres vivos solamente percibimos su inquietud (“el perro del pastor trágicamente / aúlla entre las yerbas del vallado”) nos queda, entonces, únicamente, una solida- ridad de vencidos (“apoya tu fatiga en mi fatiga, que yo mi pena apoyaré en tu pena”) y una capacidad de emocionarnos ante la naturaleza (“y llora como yo, por el influjo / de la tarde traslúcida y serena”) pero sin que realmente sepamos nada profundo sobre nuestro origen y destino, ni sobre el de esas presencias que van pasando, a medida que avanzamos en nuestro peregrinaje existen- cial (“hermano mío en el impulso errante, / nunca sabremos nada…”). Sin embargo, no todo es oscuridad y perplejidad; también hay percepciones inmediatas radiantes, de iluminación y realización en los triunfos o en las situaciones en que sabemos sumergirnos en la candidez de la naturaleza. En Lamentación baldía, el poeta señala como el mal más grave de la existencia, el de tener que errar como ciegos que, sin em- bargo están llenos de esperanzas y anhelos: “mi mal es ir a tientas con alma enardecida / ciego sin lazarillo bajo el azul de enero; / r e v i s t a r e v i s t a  