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Ne l s o n Os o r i o
Giacomo Leopardi entre el eros y la mística
pueda entender, si a pesar del cielo,
Bienamada, mísera o dichosa, haz de
ser llamada.
Como su casi contemporáneo Shelley
y otros coetáneos, en medio de la reacción
casi de paroxismo familiar, por ser católicos
fundamentalistas, Giacomo renuncia al
Cristianismo y se hace librepensador, con
sentimental preferencia por los dioses del
Olimpo Helénico. Los círculos reformistas
de la “perversa”, “docta” y rebelde Bolonia
lo hacen suyo, por un tiempo breve.
Reformador social, liberal, opuesto a la
represión pontificia, austríaca, borbónica,
francesa o de donde provenga, Leopardi
pide a gritos la resurrección, el risorgimento
de la inteligencia, la elocuencia, el sentido
histórico de sus conciudadanos italianos.
Para su suprema desolación, no encuentra
sentido y se pregunta cómo con la misma
energía con que corrieron en histeria colec-
tiva los jóvenes italianos de su generación a
enrolarse en los ejércitos de Napoleón para
morir en Rusia, ignoraron el momento his-
tórico ideal para forjar su propia patria, y
ahora, se aletargan frustrados en un sueño
mortal, que soporíza todo anhelo. Una vez
más, el joven conde de las desdichas retor-
na en plena frustración moral al claustro-
palacio- biblioteca de la tediosa Recanati de
los rosarios y letanías, hasta alcanzar una
nueva y desoladora agonía, en nombre de su
invocada “Nuestra Señora de las Tinieblas”.
Vida Solitaria
La lluvia matinal, cuando sus alas
en cerrada estancia la gallina bate y
al balcón se asoma el lugareño, y
cuando el sol naciente va traspasando
con sus rayos trémulas las gotas
mientras
caen, yo en mi cabaña dulcemente
llamando,
me despierta.
Me levanto y las nubes y el murmullo
primero de los pájaros, el aura.
Y a los campos gratísimos bendigo,
pues de sobra les conozco,
infaustas murallas de la ciudad
donde el odio habita y acompaña
al dolor, donde afligido vivo y pronto
moriré.
¡Ay!, alguna aunque escasa piedad,
a mí reserva Natura en estos sitios…
Yo, de taciturnas plantas siempre
coronado.
Sábado en la Aldea
La jovencita regresa de los campos
cuando el sol va hacia su ocaso
con sus haz de hierba recogida
y manojo de rosas y violetas, en su
mano,
con el que, como suele mañana domingo,
día de fiesta, piensa adornarse su
pecho y el cabello.
Con sus vecinas siéntase la viejecita a
hilar junto a su puerta
Vuelta hacia donde ya muere el día,
Y cuenta historias de sus buenos tiempos,
Cuando también ella para fiesta se
arreglaba
Y, lozana y esbelta,
Bailar solía en la noche con los
amigos suyos de la edad más bella.
Ya el cielo oscurece, aun azul
y caen sombras sobre cerros y tejados.
La campana tañe por la cercana fiesta
Bajo el fulgor de la naciente luna.
De nuevo Florencia y la soleada Toscana
con una especie de beca creativa otorgada
por la Academia de la Crusca, al noble
prodigioso de las más bellas traducciones
griegas, lo llevan a la corte del gran ducado
de Toscana.
Ocurre ahora, como ya le había acon-
tecido en Bolonia por la marquesa Teresa
Malvezzi, una fascinación entre tóxica y
devastante, primero por Carlotta Lanzoni,
condesa de Médici y luego por la noble
Fanny Torgguiani - Tozzetti, hetaira inal-
canzable, evanescente, quien ni siquiera
arroja una mirada al endeble helenista de la
Crusca, doblegado bajo dos jorobas, como
un grotesco atlas de alfeñique que carga
sobre sí, todo el peso del mundo; un mundo
que le aborrece por negación física a toda
estética, cuando el mismo siente que el mar,
que los astros, que los ríos y los relieves, sus
amigos todos, las criaturas del bosque y del
océano, le hablan al unísono con candor, en
un lenguaje solo por él comprendido.
A ti Aspasia En el alma, aún propensa a conturbarse,
la suprema visión surge de nuevo.
¡Cuán adorada, oh dioses! como un día
fue delicia y fue tormento.
Nunca aspiro de un florido paraje, la
fragancia,
ni el olor de las flores por las calles,
sin que te vea aún como ese día
en que en coqueta estancia recostada
toda olorosa de tempranas flores
de primavera de color vestida,
una oscura violeta me ofreciste.
De vez en cuando, vuelve a mi
pensamiento,
Aspasia, tu semblante. Oh fugitivo
por habitados sitios veo que brilla.
En otros rostros o en desiertos campos
–a pleno día bajo estrellas mudas–
por suave armonía reavivadas. Roma y Milán, en la última etapa de su
corta vida tampoco estuvieron a la altura de
su afán de ser comprendido y comprender.
Con escasos medios de fortuna, debido
al verdadero embargo de recursos al que le
sometió su tiránica familia, y desprovisto
como noble de su tiempo, del conocimiento
r e v i s t a r e v i s t a