Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 202

R amó n C ote Poemas Fotógrafo de los parques Oracion por el muro de la sesenta y siete A mi hermano Pedro Como un general ante el paredón, el fotógrafo de los parque alzó su mano firme en señal de detenimiento. Su orden resonó como una detonación entre los transeúntes y el cielo quedo cubierto por una estampida de palomas. Lo suyo son los domingos. Los domingos soleados y sin escapatoria. Ese día sobresale en medio del parque una flor alta y paralítica que se apoya con decisión sobre tres largas muletas de la guerra de los mil días. En su cúspide, se aprieta un halcón negro, rectangular y milagroso, que abre y cierra su párpado metálico a petición de los amantes. Son secretos los procedimientos de su propietario y su inclinación pertenece a otro jardín, donde la muerte como un despiadado coleccionista se apresura a guardar cada uno de los retratos, para después en su gabinete virarlos al sepia. Hablando ceremoniosamente con su halcón bajo un trapo que alguna vez fue negro, cruzando palabras desconocidas, la ciudad amplió sus límites, se le fue de los labios. Su maquinaria de origen alemán, de nombre altisonante y preciso, detuvo al tiempo, pero otro tiempo tiempo lo tocaba por los hombros, como un azucena blanca. Su repertorio de frases costumbristas era breve pero eficaz. “Hasta que la muerte nos separe”. “Al fin solos” o aquel “Quién iba a creerlo” enmarcaban a los fugitivos con sonrientes querubines, quienes guardaban esa foto a la altura del pecho hasta el día de la bala perdida, del incendio, de los santos óleos. Después, ya se sabe. Vino la proliferación de cámaras manuales, los cursos acelerados para fotógrafos, la paulatina deserción de las plazas, la desconfianza hacia las estatuas ecues- tres. Y su clientela huyó como los aviones de balso que le disputaban la posesión del cielo. Cada mañana sobre el muro de la sesenta y siete la sombra veloz de los pájaros, los gritos de felicidad de los mirlos y el vuelo de las palomas escriben con frases indecisas y livianas y plumas, un salmo de agradecimiento al amanecer. A esa hora, su altura se convierte en un evangelio. Ya por la tarde un ángel se acerca a este atril y pasa con sumo cuidado otra página. Solamente allí ha quedado registrada la pequeña petición de los copetones. Jamás la humedad te cedió su enredadera ni el musgo te marcó con sus sellos de lacre verde. Tampoco hubo ni tomillo ni begonias, ni prosperó en lo más alto de tu frente un apretado manojo de flores púrpuras. Después de caminar por tantas ciudades y anotar en una libreta el nombre de las calles -Alfilerillo (Toledo), Calleja del Niño Perdido ( Córdoba), Mediodía Grande (Madrid), Palacios Confusos (Coimbra), Calle de las Ventanas de Hierro (Cartagena)- por más que lo intentara, a mi memoria siempre regresaba con un reclamo tu cantidad erguida, tu desmesura cómplice. Me rodeaste con tu abrazo amarillo. Y cómo nos igualaba entonces la miseria del cielo. A la luz de las tardes nos reconocimos semejantes. Compartimos cada miércoles el cuartel de la soledad y fuimos aliados. Yo pertenezco a tu comarca carente. Reservas de visibilidad De fulgores se componen los días. Encontrar de repente una escalera de piedra ablandada por el manso pregón del musgo. Descubrir un fotógrafo detenido en un parque, iracundo de eternidad ajena. Admirar una tarde, entre las islas, un alargado juguete de madera rodar sobre las tablas de un muelle. Hallazgos que nos llaman al orden, que ocupan el espacio de su revelación y arrojan para siempre su claridad inmediata. Y ya no podemos ser los mismos. Tantos hallazgos nos aguardan. Sólo por eso la vida parece ser eterna. De vestigios se componen los días. Por ejemplo, cruzar un martes delante de la casa abolida. Y recuperar muros repletos de ladridos y sentir el viento lejano de las carcajadas como truchas transparentes luchando entre las camisas. Empu- ñar manijas. Repetir un nombre en el eco sin escapatoria de los baños blancos. Bajar por calles que obligan al pie a detener su impulso y a enderezar el cuello. Vestigios que nos llaman al orden, que ocupan el espacio de su revelación y arrojan su claridad inmediata. Y ya no podemos ser los mismos. Tantos vestigios nos acechan. Sólo por eso la vida parece eterna. Entre fulgores y vestigios. r e v i s t a r e v i s t a  