Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 200
R amó n C ote
Poemas
su muerte, nadie podrá cerrar sus atónitos ojos de minero
ambulante.
Que nadie se atreva a contar sus cejas de jabalí. Quien lave
por vez primera su traje de sacerdote. Quien pase los dedos
sobre la comarca de sus manos inmensas, quien salte a lo
largo de su curtido cuerpo mineral, advertirá su confianza en
la cremación, su total convicción en el poder de las cenizas.
Zapateria
Al comienzo una tácita ley dictada por la infancia explicaba todas las cosas.
De este modo, todas las furgonetas, así se llamaban entonces, que se queda-
ran varadas al lado de un parque, que sufrieran alguna avería irreparable en
una calle cercada por desperdicios, de manera inmediata se convertían en
una zapatería. Pero esa ley incluía una cláusula más drástica. Para cumplir
su orden original, tenían que ser amplias como para transportar la primera
remesa de carne del matadero, redondas sin discusión, y sobre todo, tenían
que estar pintadas de verde.
Siguiendo al pie de la letra el dictamen de esta orden estricta, apareció en
el barrio un hombre robusto y oblicuo, como si hubiera sido despedido de
su antiguo trabajo de luchador por una molesta hernia discal.
Su trato hosco, su presencia muda y notoria, no fueron obstáculo para
realizar a cabalidad su oficio de zapatero. En la penumbra de su caverna
olorosa a pegante se divisaban ídolos enmascarados, revistas amontonadas
que se disputaban la estrechez del espacio con unas máquinas inútiles y
varios objetos de diversa procedencia recogidos sin discreción.
A la brusca aparición del fondo de su carro le seguían una serie de observacio-
nes incomprensibles, una larga enumeración de dificultades, que no dejaban
más escapatoria que acatar con prontitud sus mandatos. Nunca se escuchó
una reclamación en su vagón desvalido.Trabajaba despacio delante de su
furgoneta verde, como un santo extraviado de sus funciones evangélicas,
como un mártir del deporte, desproporcionado y huérfano. Después de las
demostraciones de su altanería, resultaba inexplicable cómo en sus manos
las puntillas suspendían por un instante su fiereza, cómo el cuero se abría
solícito al llamado de sus agujas encorvadas, cómo el martillo podía trabajar
en lo blando, cómo entre sus dedos el betún iniciaba su densa avalancha.
Al dar dos pasos y mirar orgullosos las calles impacientes, se sentía palpitar
en los zapatos su extremada entrega, el dolor del desprendimiento, como si el
zapatero en cada trabajo le hubiera cerrado el camino a su propio extravío,
como si pidiera disculpas por la brutalidad de su corazón.
Oracion por el zapatero
Por sus manos olorosas a pegante, precedidas por el protocolo de la in-
timidación, cruzó nuestra infancia. En ese país profundo que se aloja al
fondo de los zapatos, sus dedos intentaron corregir el error de sus actos.
Una clara noción de lo ausente. Una línea divisoria entre el uso y el ex-
terminio. Una delgada balanza que inclinaba con obstinación su carga
hacia el lado de la pérdida, caminaba con nosotros.
Ya que en tu improvisado confesionario se dieron cita de par en par y
de noche en noche todas tus ausencias, y que viste en nuestros zapatos
todas los fantasmas que te negaron su compañía, dime dónde estás en
este momento, ahora que las leyes de la infancia no se cumplen, ahora
que la comprobación de la inocencia es dolorosa. Dónde estás, zapatero
ambulante, en qué vehículo atrofiado reposan tus huesos, cuál es la mujer
que tiene clavadas tus agujas de ojos dilatados, en qué negocio cuelga tu
foto y se reza y se recuerda tu pasado de luchador. Dime si tu corazón
huele a desprecio y a pegante.
Desciende abriendo los brazos hasta esta página en blanco y muéstrame
los huecos que te hiciste en cada mano.
r e v i s t a r e v i s t a