Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 198
R amó n C ote
Poemas
Olía a desalojo desde el principio, a traje
de huérfano, a felicidad de desahuciado,
a caída de diente. Despiadadas termitas
desmoronaban el esplendor de la Ciudad
de Hierro.
En la invisible defunción de los metales, se
abrían paso los dedos de la desolación, se
arrastraban sus hilos letales. Cancelaba así
la alegría su deuda perpetua con la muerte.
Oración por la ciudad de hierro
Si lo que se ve por vez primera es nacimiento y desconcierto, por qué era tan do-
lorosamente palpable la invasión del exterminio. Si lo que se conoce es fundación
y asombro, por qué un dolor indeterminado, una aguja nos cosía los labios con su
desolación. Si no hay comparación o relato similar, por qué la Ciudad de Hierro
llamaba a escombros, dejaba su huella morada en las uñas por varias semanas.
Si era la campana de la alegría la que nos convocaba, por qué se sentía latir su
cementerio.
Una resistencia a la desaparición era lo predominante. Gruesos hombres con má-
quinas de energía desafiaban la capacidad de aguante de los visitantes mediante
una controlada descarga eléctrica que hacía doler los huesos. Luchadores con frío
doblaban gruesas barras de hierro, vigilantes y mecánicos corrían por todas partes
para mantener cerrada la boca de los tornillos, para sobornar a las láminas de metal
para que no hicieran la huelga planeada desde hace tantos años, para mantener
en funcionamiento un día más a la alegría. Diversos payasos corrían con torpeza
intentando parar la fuga de los carritos chocones, y las chispas que anunciaban
un inminente cortocircuito eran vistos como una coreografía adicional, como un
detalle vistoso, siendo que la muerte tenía puesta su guadaña en todas las nucas
de los visitantes a la Ciudad de Hierro.
Así durarás en la memoria hasta que te arranquen de una vez por toda de los altos
pastizales y te condenen a la chatarra.
Repartidor de carbón
Como encontrar una barra de aluminio atravesada en la mandí-
bula de un buey. Como descubrir una breve cabeza de obsidiana
en un arcón. Como mirar por una cerradura y ver un amanecer
no merecido. Tan imposible como todo esto, tan melancólico y
solitario a la vez, era ver aquel camión verde que con la puntua-
lidad de un sacramento repartía cada mes el carbón. En la cuesta
su esforzado corazón se anunciaba vociferante, moribundo, y se
detenía al frente de la casa como si entregara agónico la noticia
de la caída de la ciudad de Troya. Después un hombre, envuelto
en costales, arrojaba su carga resonante y angulosa en un baúl
pintado de naranja.
Como abrir una biblia y encontrar tres hojas de laurel. Como
levantar una piedra y recordar un nombre. Como reconocer al
mismo caracol a cien kilómetros de distancia. Tan imposible como
todo esto, tan melancólico y solitario a la vez, resulta encontrar
quince años más tarde al mismo repartidor del carbón realizando
su oficio, doblado por el esfuerzo, empeñado en demostrarle al
cielo que un hombre ha hecho ese trabajo durante toda su vida,
que escarbó entre las minas, que le robó el hilo a su mujer para
coser sus costales, que soñó con excavaciones infinitas, con tú-
neles, y que lo perdonen por no haber hecho nada más que eso.
Oracion anticipada por la muerte del carbonero
Parece que nunca llegará el día pero entonces, a sus pies, rodarán afi-
lados fragmentos de carbón y un reducido grupo de pequeñas esquirlas
se resistirá a abandonar el apretado reino de sus zapatos. Si buscan en
sus bolsillos, si vuelven a buscar, encontrarán un puñado de diaman-
tes renegados que caerán al suelo formando un hexaedro, una región
exacta, iracunda y opaca, parecida al tono de su voz.
Nadie podrá borrar de su cara el color oscuro de su trabajo, añadido
a su piel como una adopción natural. Nadie podrá explicar el tamaño
de sus pulmones, hinchados como pechos de paloma. En la hora de
r e v i s t a r e v i s t a