Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 196

R amó n C ote Poemas El último cartero Oración por el cartero Las mariposas de Madagascar, los volcanes de Guatemala, los reyes de Suecia, las salamandras rosadas de Nueva Guinea per- seguían al cartero por las calles en un séquito transparente. También desaparecieron los emisarios de azul, los fallidos filatelistas, los aspirantes a botánicos, los absortos ante las cataratas de Iguazú, los coleccionistas de acantilados, los mudos ante las maravillas. La costumbre lo obligó a aprender el nombre científico del Ombú y la Araucaria, a sentir el poder emblemático del Arce y del Roble, a saber el año de la invención de la locomotora, a repetir la fecha de la proclamación de la independencia de Cabo Verde. Con frecuencia se le veía sentado en un andén mirando con me- lancolía los leones de Somalia, las plantaciones de té de Ceylán, las antiguas posesiones portuguesas, las zafras de Cuba. Era el momento de sentir la inmensidad del mundo en el temblor de las manos, de coleccionar su resplandor, era cuando el cartero poseía los países por la fuerza de la nostalgia. Muy adentro de sus ojos una estampilla era suficiente para escaparse al paraíso. Se sabía emisario y recorría la ciudad en su bicicleta cargada de noticias, con la dignidad de quien asume que su labor es decisiva y que su linaje alguna vez fue noble. Llegaba ante las puertas con la impaciencia de Marco Polo por contar sus aventuras, y se retiraba como un modesto Magallanes, perturbado y feliz por las conquistas ajenas. Su silbato rudo, irrumpidor, cortasueños, como de barco entrando a puerto al amanecer, como de tren en tránsito, era el drástico llamado de las lejanías, de las familias dispersas, era la negación de las distancias. Así iba el cartero por las calles, de azul, atesorando en su bicicleta los ajenos milagros. Sin oficio definido deambulan los carteros por sus antiguas posesiones identificando las casas donde una vez entregaron una carta que llevaba una estampilla del Camino de Santiago. Sigue golpeando en sueños las puertas que se abrían con sorpresa, continúa atando meridianos, inventando países, así todos los renglones que vuelan por el aire no sentirán el miedo a la pérdida ni el escalofrío del desamparo. Ya es hora de que abras esa misteriosa caja de madera que reposa debajo de tu cama, que nunca llegó a su destinatario y muere mirando esa colección de coleópteros, ya que no pudimos darte nada mejor que esta triste carta de renuncia por no haber sido capaces de restituir tus poderes, de devolverte el mundo que querías. Ciudad de hierro Parecía estar en fuga. Desde la violenta curva que revelaba en lo alto de un monte toda su agitación, la Ciudad de Hierro gi- raba oxidada, oliendo a león pensativo, a cautividad dolorosa, a barrotes de reclusión, a derrota adentro. Las luces eran más color mostaza que amarillas. Hileras de bombillos colgaban en la noche como trapecistas, mientras que los visitantes hacían largas colas delante de un cohete de metal que giraba enloquecido como una brújula envenenada por su cer- canía al polo magnético. Aún en su máximo esplendor la Ciudad de Hierro olía a desalojo, caían espesas gotas de óxido de su alegre fatiga sobre una arena que subía imprudente por los tobillos. Todo parecía girar por última vez y los propieta- rios y sus respectivas mujeres se asombraban de que los caballos del carrusel todavía aguantaran sobre su lomo el peso tenue de los niños. No era la muerte la que merodeaba. Eran sus emisarios que husmeaban como perros ham- brientos bajando desde el monte, afilando sus colmillos para cortar los cables de la luz, para ir poco a poco contagiando de caries al acero, para provocar el fatal accidente. r e v i s t a r e v i s t a  