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R amó n C ote
Poemas
El último cartero Oración por el cartero
Las mariposas de Madagascar, los volcanes de Guatemala, los
reyes de Suecia, las salamandras rosadas de Nueva Guinea per-
seguían al cartero por las calles en un séquito transparente. También desaparecieron los emisarios de
azul, los fallidos filatelistas, los aspirantes
a botánicos, los absortos ante las cataratas
de Iguazú, los coleccionistas de acantilados,
los mudos ante las maravillas.
La costumbre lo obligó a aprender el nombre científico del Ombú
y la Araucaria, a sentir el poder emblemático del Arce y del Roble,
a saber el año de la invención de la locomotora, a repetir la fecha
de la proclamación de la independencia de Cabo Verde.
Con frecuencia se le veía sentado en un andén mirando con me-
lancolía los leones de Somalia, las plantaciones de té de Ceylán,
las antiguas posesiones portuguesas, las zafras de Cuba. Era el
momento de sentir la inmensidad del mundo en el temblor de las
manos, de coleccionar su resplandor, era cuando el cartero poseía
los países por la fuerza de la nostalgia. Muy adentro de sus ojos
una estampilla era suficiente para escaparse al paraíso.
Se sabía emisario y recorría la ciudad en su bicicleta cargada de
noticias, con la dignidad de quien asume que su labor es decisiva
y que su linaje alguna vez fue noble. Llegaba ante las puertas
con la impaciencia de Marco Polo por contar sus aventuras, y se
retiraba como un modesto Magallanes, perturbado y feliz por las
conquistas ajenas.
Su silbato rudo, irrumpidor, cortasueños, como de barco entrando
a puerto al amanecer, como de tren en tránsito, era el drástico
llamado de las lejanías, de las familias dispersas, era la negación
de las distancias.
Así iba el cartero por las calles, de azul, atesorando en su bicicleta
los ajenos milagros.
Sin oficio definido deambulan los carteros
por sus antiguas posesiones identificando las
casas donde una vez entregaron una carta
que llevaba una estampilla del Camino de
Santiago.
Sigue golpeando en sueños las puertas que
se abrían con sorpresa, continúa atando
meridianos, inventando países, así todos los
renglones que vuelan por el aire no sentirán
el miedo a la pérdida ni el escalofrío del
desamparo.
Ya es hora de que abras esa misteriosa caja
de madera que reposa debajo de tu cama,
que nunca llegó a su destinatario y muere
mirando esa colección de coleópteros, ya que
no pudimos darte nada mejor que esta triste
carta de renuncia por no haber sido capaces
de restituir tus poderes, de devolverte el
mundo que querías.
Ciudad de hierro
Parecía estar en fuga. Desde la violenta
curva que revelaba en lo alto de un monte
toda su agitación, la Ciudad de Hierro gi-
raba oxidada, oliendo a león pensativo, a
cautividad dolorosa, a barrotes de reclusión,
a derrota adentro.
Las luces eran más color mostaza que
amarillas. Hileras de bombillos colgaban
en la noche como trapecistas, mientras que
los visitantes hacían largas colas delante de
un cohete de metal que giraba enloquecido
como una brújula envenenada por su cer-
canía al polo magnético.
Aún en su máximo esplendor la Ciudad de
Hierro olía a desalojo, caían espesas gotas
de óxido de su alegre fatiga sobre una arena
que subía imprudente por los tobillos. Todo
parecía girar por última vez y los propieta-
rios y sus respectivas mujeres se asombraban
de que los caballos del carrusel todavía
aguantaran sobre su lomo el peso tenue de
los niños.
No era la muerte la que merodeaba. Eran sus
emisarios que husmeaban como perros ham-
brientos bajando desde el monte, afilando
sus colmillos para cortar los cables de la luz,
para ir poco a poco contagiando de caries
al acero, para provocar el fatal accidente.
r e v i s t a r e v i s t a