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I sa í as Pe ñ a Gu t ié r re z
Ramón Cote, sin embargo, advertiremos que
reposan anclados en la breve eternidad de
nuestros espíritus. Quiero citarlos (algunos
son personas de carne y hueso; otros son
sujetos materiales que haciendo ósmosis con
los humanos pasan como unicornios azules
ante nuestros ojos; y otros son objetos que
se hacen sujetos al hacer presencia perma-
nente ante nuestros ojos). Y los cito en su
orden de aparición para recordarlos a todos:
las demoliciones, el repartidor de carbón,
los fotógrafos del parque, los zapateros
ambulantes, el jardinero, los vendedores
de corbatas, el afilador, el carruaje de los
calderos, el melancólico errante, las casas
de electricidad, los buses, los hidrantes, las
bicicletas de carnicería, el Pasaje Almirante,
el muro de la 67, los taxis, las camionetas
de lavandería, el trueno y la lluvia, el último
cartero, la Ciudad de Hierro.
Esta relación alude a objetos materiales,
a sujetos mecánicos y a sujetos biológicos.
El poeta ha detectado que la vida humana
ha superado las clasificaciones que antes
aludían a los sentimientos y afectos de los
seres normales. Ahora, la unión permanente
de un hombre sobre la bicicleta de reparto,
ha desencadenado otra forma de ser. Y así
con las diferentes clases de automotores,
llámense camioneta, bus o taxi, especies de
unicornios con cabeza de hombre y cuerpo
de carrocería. Todos esos seres, nos ha hecho
caer en cuenta el poeta, nacieron bajo el
fulgor de todo nacimiento y luego han ido
convirtiéndose en los vestigios de una ciudad
que todo lo demuele de manera apresurada.
El poeta siente por todo esto un poco de nos-
talgia, nostalgia que muy pronto es superada
por una rabia desconsolada, por un cifrado
Poemas
desencanto que no se cansa de preguntar
acerca del por qué de la extrema brevedad
que separa la vida de la muerte, que separa
el fulgor del nacimiento de la tristeza del
vestigio, del ser para desaparecer.
Botella papel, en síntesis, es el mapa
inevitable de los recorridos de unos fantas-
mas que todos conocimos en las calles, en
las esquinas, en las paredes, en los andenes,
en su cielo y en su lluvia, que veíamos sin
ver, que nuestra retina no imprimía del todo
porque pasaban fugaces en una película
parecida a la cinta de Moebius, y que, por
fortuna, el poeta ha detenido en estos bellos
e inteligentes poemas finiseculares.
Por último, los poemas de este libro
de Ramón Cote Baraibar, escritos a doble
“columna” -porque luego de la historia-
semblanza-cuento-poema, por ejemplo,
del “Jardinero”, viene la “Oración por el
jardinero”-, construyen una textura interna
de extraordinaria riqueza. En “Bicicletas de
carnicería”, el poeta escribe: “Por las alace-
nas vacías, por las vajillas incompletas, por
las baldosas enceradas al extremo, por las
mesas de planchar, caminan ahora solitarios
alacranes”. El tejido de cada poema nos da
todos los vasos comunicantes de unos seres
vivos que pasaron de la euforia del estreno a
los desafueros de unos vestigios apresurados.
Duele saber que todo se ha oxidado, pero se
siente el amparo del poema que no nos de-
jará fracasar, porque las bicicletas seguirán
pasando de derecha a izquierda. Porque,
como dice Ramón Cote en su poema al hi-
drante, a veces es lo mínimo lo que nos salva.
(Bogotá, Casa de Poesía Silva,
agosto de 2016)
BOTELLA PAPEL
Ramón Cote Baraibar. Primera edición. Norma, 1998.
Tercera edición, Taller de ediciones Rocca, 2016
Demoliciones
Esta es la provincia más saqueada, la princesa impotente sepultada entre
las zarzas. Este es el territorio del eco, el espacio elegido por la pasión he-
ráldica de la humedad para trazar con la punta de su espada el inicio de
todas las destrucciones.
Sólo los niños comprenden que las casas demolidas son el lugar
indicado para inventar sus ceremonias y convierten los lavaderos
sin pedir permiso y con los ojos abiertos hasta la tiniebla, en impro-
visados altares del sacrificio. Reúnen ladrillos como si participaran
de algún rito iniciático y se sientan alrededor de los escombros con
la seriedad exigida en los templos. Y le asignan a la escalera deso-
lada, a su aturdido caracol de madera, el poder de un observatorio.
Aprovechando la llegada de la noche amontonan los desperdicios
arrojados por los vecinos, recogen el pasto seco desdeñado por
los jardineros y encienden una fogata con ese resto milagroso de
alcohol que empapa las botellas vacías. Para algunos ese será el
primer recuerdo del fuego, el ardor de su nombre pronunciado en
la combustión de las llamas.
Sobre la pared huérfana, descubierta y desprovista de la casa
vecina, más allá de los restos de azulejos de los baños y casi a punto de
tropezar con el cielo, se arrastra una línea diagonal que marca el perfil
de la casa desaparecida, como una cicatriz brutal y dolorosa. Los nuevos
propietarios se apresuran a levantar, como una lápida intrusa, la valla que
anuncia la empresa encargada de la demolición y el torpe dibujo a colores
del próximo edificio
r e v i s t a r e v i s t a