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Poema
Pe d ro s A l e jo G ó m e z
Carto gr a fí a de los e s pe j os
La poesía
es un arte de vértigo, y, por tanto, de ascensos
y descensos. Ir hasta los entreveros del mundo,
subiendo a las cimas heladas del exceso, porque el infierno es dulce pero cruel,
como anotara Algernon Charles Swinburne, en sus febriles versos:
Orígenes
Vengo de una infancia aureolada de soles
y custodias de oro que hacían soñar
con algún cielo florecido de vírgenes y ángeles
demasiado remoto para despertar deseos.
Vengo de montañas frescas y aurorales
que protegen en sus pliegues recónditos a un río
-el que canta indescifrables viajes sin regreso-
y nutren bosques donde quedó flotando
la voz de un niño perdido para siempre.
Vengo de casas conventuales y sombrías
donde castas mujeres alejadas del mundo
laborando rezaban y gorjeando esperaban
morir en paz y un cielo como premio
a sus menudas luchas y domésticas cuitas.
Sus voces sedantes todavía resuenan
suavizando pesadillas con humildes palabras.
Allí varones con dignidad se empobrecían
hablando mal del godo raso y de la Santa Trinidad.
Soñé con la existencia remota de los muertos
aferrado a la reja de un blanco cementerio
en noches de luna llena entre los pinos.
Creí en la relación entre dioses y animales
y entre madres muertas y árboles susurrantes.
Quise permanecer fiel a los juegos de infancia
y burlar los deberes del adulto enjaulado
al explorar desnudo el laberinto del mundo
arriesgando el perderme para poder encontrarme.
Porque la contradicción extrema fue mi sino
me tocó contemplar de lejos lo que amaba
y padecer por dentro lo que odiaba
volar muy alto para conocer el abismo
y sumergirme en el fango para vislumbrar las alturas.
Retornaré a ti, madre generosa y dulce,
amante de los hombres, escondida bajo las aguas del mar.
Hasta tus profundidades descenderé, lejos de los seres,
pugnando por besarte y fundirme en ti,
por asirte en un feroz abrazo.
Latir del hijo del fuego que quisiera, desatado, des-
cender hasta desiertos quemados a contemplar la derrota
más honda, para ascender luego, sans répit, a selvas lu-
juriantes o a campos feraces. Discurrir sin ruido entre el
ruido del mundo, o en la delicada armonía de las esferas,
o en el silencio estremecedor del universo; observar la
ruina de los paisajes de Piranesi, o la cálida plenitud del
bosque de los cuadros prerrafaelistas; deambular en las
íntimas regiones en donde reina la nórdica lubricidad de
las Valkirias, o junto al seno delicado de Beatrice Por-
tinari, remontando a la sazón la riba de los Pedruscos.
Soñar entre los brazos de Lilith, o de la maga, o de la
sirena, como una suerte de François Villon del Caribe.
Todo eso es Fernando Denis, poeta de la revelación,
místico de las calles. Porque embriaga a cualquiera leer,
casi por vicio, La criatura invisible en los crepúsculos
de William Turner, Ven a estas arenas amarillas, El vino
rojo de las sílabas, La mujer que sueña en las murallas, La Geometría del
agua, o los Diálogos con la escultura secreta; en suma, la poesía hermética
y luminosa, de la que hablara Raúl Vallejo, con la que su sensibilidad nos
Los mosaicos de Babilonia
de
Fernando Denis
Por Enrique Serrano
r e v i s t a r e v i s t a