Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 16

Pe d ro A l e jo G ó m e z Carto gr a para fí a de los e s pe j os Palabras Cees Nooteboom Palabras para L a noción de que la literatura es un bosque, y de que son los escritores y sus obras los árboles que lo conforman, siempre me ha parecido atractiva. En ella todos estamos inevitable- mente reunidos. los árboles más imponentes y los más hermosos, pero también los más deletéreos, los más desmañados y los más invisibles. La panorámica de ese bosque produce desde lejos una indudable curiosidad; pero cuando nos acercamos a algunos de esos árboles se nos despierta una impresión más definitiva. Vemos esos especímenes, primero de manera global, y de esta observación nos dirigimos a sus particularidades. Después los tocamos y, si somos temerarios, los trepamos y empezamos a recorrerlos. Y si decidimos ir más allá, como aquel personaje de Calvino, nos instalamos en sus follajes por unos días, por unos meses, por unos años. De hecho, hay algunos de esos árboles que invitan a que nos quedemos en ellos durante toda una vida. Para esta ocasión yo quisiera decir que hace años vivo en el árbol Nooteboom. Que me paseo por sus ramajes y desde ellas soy capaz de medir sus vértigos y sus elongaciones, como esos hombres Papú que en Nueva Guinea construyen sus moradas en las alturas vegetales y sopesan cotidianamente la experiencia del vacío y el éxtasis. Pero mentiría y posaría ante ustedes y ante él de lector circunstancial. Como desearía aparecer ahora como un trasunto de Alberto Manguel que dice tantas cosas reveladoras de la obra de Nooteboom en esa larga, brillante y hermosa carta que le escribió hace tres años. Pero yo, lo confieso, he descubierto a Nooteboom hace poco. Sin embargo, no siento vergüenza decirlo porque sabemos que en los confines de la literatura y el arte nunca es tarde para los hallazgos. Al contra- rio, las coordenadas temporales dejan de existir en la vivencia de esas epifanías de los sentidos y la inteligencia que nos prodigan los libros. Y, además, es un acto digno de celebrar cuando, en medio de tanto escombro impreso, de tanta página deleznable, de tanta figura publicitaria, encontramos a un autor y una obra que nos devuelven, intacta y sólida, la esencia milagrosa de la literatura. Desde hace días, entonces, y esto también lo confieso sin ningún disimulo, me siento feliz porque estoy leyendo a Nooteboom. Y terminado uno de sus libros quiero pasar al siguiente, sacudido por esa expectativa embriagante de querer permanecer por un tiempo más en el seno de una obra. Con todo, esta felicidad es ardua de establecer porque está atravesada por diferentes es- tados de ánimo. Se trata de una felicidad sinuosa por no decir quebrada. La surca, en primer lugar, la constatación de que toda gran literatura está enraizada en la poesía. Y esto encontrarlo ahora, cuando la divisa a seguir en estos feudos pareciera ser la literatura periodística o el periodismo literario, significa para mí un gran alivio y un poderoso consuelo. No exagero cuando afirmo que los grandes aciertos de la obra de Cees Nooteboom pertenecen al dominio de la poesía. Y que, por lo tanto, leerla es sumergirse en la extrañeza. Porque Noote- boom es extraño, como lo es Lucrecio, como lo es Baudelaire, como lo es Melville, como lo es Kafka y como lo es Borges. Y esta extrañeza está sostenida sobre dos ejes que, finalmente, terminan abrazándose. De tal modo que los ejes son el planeta mismo que afirman. Por un lado está el eje errante de su escritura. Ese ir y venir por el mundo con la seguridad, eso mismo consideraba Marguerite Yourcenar, de que es insensato morirse sin haber hecho al menos una vuelta por la torre de nuestra prisión. Prisión que, a pesar de sus límites tortuosos, depara el gusto de la perplejidad. Y aquí el asombro se encamina hacia unos destinos que com- prenden una buena parte del planeta. De tal manera que es difícil encontrar en el pano- rama literario de nuestros días un viajero de las dimensiones de Nooteboom. Nooteboon viaja porque el afuera lo estremece con toda su dosis de novedad requerida y su escritura posee la capacidad de hacerle creer al lector que el mundo que se observa, así sea el más remoto y extremo, está acabando de nacer en su palabra. Así piensa y hace versos, apuntala sus pensamientos con palabras, hasta que están y viven en el libro del durmiente cosmos. Esto escribe Nooteboom sobre Lucrecio en El poeta y las cosas, y esto mismo suce- de con su escritura. Ella habita el libro del durmiente cosmos. Pero está, por otro lado, el eje de la deten- ción. Sabemos que Nooteboom es un viajero consumado. Pero al leerlo también com- prendemos que todo estos desplazamientos son como elaboraciones conmovedoras de la imaginación. Manguel lo dice muy bien: “A pesar de todos tus viajes, nunca has salido realmente de las márgenes de una página”. Y es que el viaje en Nooteboom es una realidad más literaria, es decir más imagi- nativa, que otra cosa. Y esto ocurre, incluso y sobre todo, en sus ensayos que conforman El enigma de la luz. En estas páginas, lite- ralmente espléndidas, Nooteboom confiesa ser un “amante de la observación”. Y de su observación maravillada, por momentos deliciosamente erudita, que también se abre a las coyunturas inesperadas de la cotidia- nidad, al humor y a la ironía, entramos en r e v i s t a r e v i s t a  