Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 120

Joh n Fi t z g e r ald To r re s salirse de lo común en busca de lo extraor- dinario, del extrañamiento, una desviación de lo convencional en busca del asombro y la sorpresa feliz, una desestructuración de esquemas y normas, un “patas arriba” de la normalidad, por eso el resultado es el disparate y la incoherencia. Y por supuesto, está también la diver- sión, el placer que implica el juego, lo que resulta en sí mismo una disidencia delibe- rada: en un entorno de exigencia racional, pragmatismo, progreso y exitismo, lo que más resulta disidente es sentirse feliz, el humor es entonces una conspiración de ale- gría, la felicidad así espontanea, producida por la simple lectura de un libro lleno de disparates, es una tentativa de insubordi- nación, un acto de sedición. Pero también de seducción… … Arriesguémonos ahora por otros caminos, quizás más intrincados y oscuros, alumbrán- donos con la llama de esa vela apagada que imagina Alicia. Sigamos al conejo a través de su madriguera y descendamos en caída libre por el pozo, a riesgo de estrellarnos aparatosamente al final. Uno de los recursos poéticos relativa- mente advertible es aquel que llamaríamos el recurso de las metáforas encarnadas. Más allá de simples sustituciones de traje o de encubrimiento de personajes específicos que pudieran habitar el entorno del autor (o de, en general, los ingleses de la época) como en muchas ocasiones se ha querido hacer notar, encontramos en los sucesivos personajes que aparecen en la historia, “corporizados” si se nos vale la expresión, en un ejercicio metafó- rico algunos tópicos irrecusables de la poesía: Alicia en el espejo de la poesía Empecemos por destacar el tópico del tempus fugit horaciano encarnado en el Conejo Blanco, esa criatura inatrapable que huye permanentemente, siempre por demás quejándose de la tardanza; si bien, algunos estudiosos como BucKley han querido ver en este personaje una representación de la edad moderna y del imperativo del progreso que, como hemos dicho, cabalgaba entonces en lo más profundo de los pechos británicos, su carácter esquivo y “saltarín”, su reloj de chaleco y sus guantes blancos (sobre una pe- lambre blanca), su condición inalcanzable e imprevista, pueden indicarnos algo más. Es albura y albur que corre como los segundos y salta como los minutos o las horas, y cuya existencia es comprobada con incredulidad a cada instante en su propio reloj, perma- nencia que nunca logramos alcanzar pese a estar rezagado de sí mimo. Buckley encuentra en la Reina de Cora- zones una referencia clara al espíritu victo- riano, impositivo y vertical; no obstante, me parece que la intención de Carroll va más allá y nos resulta mejor pensar en esa figura y su tajante grito de batalla “¡Que le corten la cabeza!” como la fatalidad ciega cuyo seña- lamiento final recae sobre cualquier criatura viviente en cualquier momento, sin escuchar razones ni obedecer a ninguna lógica; de ahí el particular temor que experimentamos to- dos, lectores y personajes, ante su presencia estridente y su sentencia incuestionable. No es la reina Victoria y su poder, es la figura misma de la carta número XIII del tarot medieval que siega las cabezas, es el gran poder absoluto e irrebatible de la muerte. ¿Y cometemos insolencia si decimos que el inaprehensible gato de Cheshire, ese fascinante y vaporoso ser que así como apa- rece de tanto en tanto se desvanece dejando la sensación de su sonrisa en el aire, es el espe- jismo de nuestra certidumbre? ¿Qué el ratón encarna nuestros temores o nuestra memoria pusilánime, el Sombrerero y la liebre nuestra locura, la Duquesa la doble moral, la Tortuga Falsa y el Grifo, nuestra naturaleza híbrida de razón e instinto, de espíritu y corporeidad, o incluso el dualismo platónico del mundo inteligible y el mundo sensible? Otro de esos “bichos tan susceptibles” es la Oruga azul que pacientemente fuma una pipa de narguile sobre el lomo de un enorme hongo. El aire narcotizado y calmo del personaje hace referencia sin duda al consumo de alucinógenos que en aquella época carecía de las connotaciones que hoy tiene para el mundo (recordemos que ya se había publicado por entonces Confesiones de un comedor de opio de Thomas de Quincy y aparecería los ensayos de Baudelaire sobre el hachís y Los paraísos artificiales, ambos con carácter formal), se comerciaba opio con oriente, se experimentaba con cocaína como sedante y el rapé constituía un consumo a la moda con alto matiz de elegancia. La consecuencia de probar la seta es, resulta obvio, una experiencia alucinógena, la niña se encoge y se alarga en cosa de segundos, y su cuello se torna como una serpiente. Pero es ese personaje, que encierra en su naturaleza precisamente la maravilla de la metamorfosis, frente a quien Alicia expone su crisis de identidad y la inconformidad con sus propias transformaciones. La Oruga la enfrenta con sus dudas más urgentes y profundas, le exige que se calme y vuelva una vez más a asomarse a sus abismos metafísicos, es la duda existencial, es el ser o no ser, el “quid” del asunto, “la gran pregunta” como lo dice el mismo Carroll (Inicio del capítulo V): r e v i s t a r e v i s t a  