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Ne l s o n Os o r i o
Giacomo Leopardi entre el eros y la mística
de cualquier oficio práctico para ganarse la
vida, el sonoro y apolillado titulo de conde
Leopardi di San Leopardo, solo le servía
para abrir puertas a los menguados am-
bientes culturales de dos ciudades apenas en
rehabilitación post-traumática tras casi dos
décadas de ocupación napoleónica.
En toda Roma, para su desdicha, no
encuentra a nadie que supiera el griego y el
latín a su nivel natural de perfección estéti-
ca. “Los romanos de hoy solo se ocupan de
traficar antigüedades, estampas y recuerdos
religiosos variopintos y de todo precio, en el
mercado vulgar de la superchería y el falso”.
En Milán, el tema es aún peor. Refugiado
en la buhardilla del vetusto palacio de sus
primos, los duques Mosca di Modrone, es-
cribe “Los estudios filológicos clásicos, dan
pena. No hay ediciones. No hay dicciona-
rios. Desdén supremo por lo clásico. Esto
es un desierto. Aquí solo se libra la Batra-
co- mio- maquia, la batalla de batracias y
roedores. Mi Italia es una gran charca de
combate entre dos heroicas legiones. Las
ranas contra los ratones”.
A mi mismo
Reposarás por siempre
cansado corazón.
Murió el engaño extremo,
que eterno yo creí. Murió.
Bien siento que de engaños queridos,
no la esperanza ya, el anhelo ha muerto.
Descansa por siempre,
mucho palpitaste.
Las cosas no merecen tus latidos
ni es digna de suspiros esta tierra.
Hiel y tedio la vida es,
El ocaso de la luna
y fango el mundo.
Cálmate, desespera por vez última.
El hado a nuestra especie,
no dio más que el morir.
Ahora despierta, ¡Oh Natura!
el horrible poder que oculto,
nuestro mal procura.
y la infinita vanidad del todo.
“Me llama el sur. El sur me llama”.
Antonio Ranieri, Vesubio, Pompeya, Capo
di Monte, Isla de Capri, Sorrento, caffé y
granizado de limón, serán desde 1829 en
la vida de Giacomo Leopardi, un solo gran
sinónimo: pasión napolitana.
Que inútil ejercicio definir como homo
erótico, desviado, correcto o incorrecto aquel
inmenso amor.
Simplemente ‘Totonó’ Ranieri colmó
desde el frescor de sus 19 años, su rubia y
larga cabellera al viento y su amor desafo-
rado por la Nápoles que redescubrió junto
con Leopardi, por provenir él mismo del
exilio, ese inconmensurable desierto afectivo
en que se debatió la terrenal existencia del
conde Giacomo.
Abandonar por siempre el palacio-prisión
con tan solo una maleta, 5 libros, sin carruaje
y con Antonio esperándolo a la vera del ca-
mino, “napoletano infelices”, en el recuento
airado de los iracundos condes padres, es
al mismo tiempo traspasarnos a la alegría
de recorrer las innumerables excavaciones
arqueológicas por toda la Magna Grecia,
patrocinadas por el embajador de S.M Bri-
tánica ante el reino de las dos Sicilias Lord
William Hamilton y su célebre Lady Emma.
Fue su hijo (quizás hijo del propio al-
mirante Nelson) el joven George, conde de
Emma (hart), Lady Hamilton, 1761-1815.
Esposa de Sir William Hamilton.
Duglas quien personalmente permitió a Gia-
como extraer y acariciar decenas de ánforas,
copas, platos ceremoniales en el más puro
de los estilos áticos, antes de su embalaje y
partida sin regreso, hacia el British Museum,
de la voraz Londres.
Nápoles, “la dichosa pestilente”, le per-
mitió con su estilo de vida desenfadado y a
la vez ritual, pagano en todos sus excesos,
hispana en todos sus fanatismos, cerrar el
ciclo geográfico de “sus Italias”, desde las
brumas prealpinas y padanas, hasta el sol
levantino de dátiles, marisco y palmeras de
un Mediterráneo, cuna milenaria de civiliza-
ciones portentosas, de mundos ya juzgados.
Como en noche silenciosa,
sobre campiñas plateadas y aguas
místicas donde el céfiro alienta,
y mil bellos aspectos
y engañosos objetos
fingen sombras lejanas
en las ondas tranquilas
y ramas, setos, villas y colinas,
llegada al fin del cielo,
tras Apenino o Alpe, delante azul
Tirreno,
en su infinito seno,
baja la luna y palidece el mundo,
huyen las sombras y una oscuridad
el valle y monte enluta,
ciega la noche queda
y cantando con triste melodía
la extrema luz del fugitivo rayo
que conduce fuera su guía,
despide al carretero, en su camino.
37 años y la consunción tísica avanza
irrefrenable en la figura exigua del conde
vestido de paño verde e inclinado en un
ángulo casi imposible. “Rana de charca” le
gritan los pelafustanillos, cuando la propia
infanta napolitana María Amalia de Borbón
- Dos Sicilias, lo reclama a su lado, junto a
todos los napolitanos que ríen y cantan, de
frente a uno que solo llora, vestido de níveo
Pulcinella.
En la ciudad de Tasso, de Metastasio,
de Jusepe de Ribera, de Gian Battista Vico,
de Filangeri, Caputo y Paisiello, los cantos
leopardianos se declaman apasionadamente
y se admiran. Le hacen suyo y le bañan de
sol, y de rojo pompeyano.
r e v i s t a r e v i s t a