Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 148
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o M
Pe b d l ro
A ontoya
l e jo G ó m e z
ortografías y las gramáticas, ha sido velar
por una cierta pureza y una cierta correc-
ción. Pero cómo olvidar que la humanidad
juega contigo. Que te tuerce el cuello de la
solemnidad a cada instante. Que va y viene
una y otra vez en una fresca insolencia, y
se acoge día a día al bullicio y hace que tu
fuente se rebose en un delta de muchísimos
brazos. Mientras por un lado, te sientes
honorable en la necesidad de mantener tu
morada en orden y equilibrio. Por el otro,
está esa faceta tuya, juguetona y traviesa,
que se mueve y brinca y busca el aire y se
sacude en medio de una espiral maravillo-
sa, casi infinita de palabras y expresiones.
Porque esa es tu condición ineludible: desde
los días en que todo pasaba no más allá de
los linderos de Castilla y unos cuantos miles
te hablaban, hasta hoy en que millones de
humanos desparramados por el orbe lo si-
guen haciendo a su manera, tú estás forjado,
español, en la diversidad, y en ello reside tu
vitalísimo patrimonio.
Y entonces llegaste a América. Tú, que
fuiste nimia ante el esplendor de lenguas
más remotas, enfrentaste una nueva etapa.
Te tocó el turno, como antes al persa, al
griego, al latín, al árabe de ataviarte de len-
gua imperial. Te creíste la enviada de Dios
y la civilización. La emisaria de la verdad
y la razón. Llegaste a estas tierras nuevas
sustentada en un grupo de prosapias dignas.
Había quedado atrás tu raíz campesina y
te volviste insigne. Y tu voz fue retórica,
impositiva, castigadora. Tus representantes
se macularon de sangre y se agigantaron de
honor en sus conquistas y tú les ayudaste a
limpiar y a enaltecer sus hazañas bélicas.
¿Qué pudimos entender por esos días de
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gloria embriagadora, de invasiones y en-
riquecimientos viles? Supimos, y no cupo
duda, que todo imperio y todo trono debe
sentarse en la silla poderosa de una lengua.
Y tú, español, lengua mía, lo fuiste con
terrible holgura.
Pasaste, arrasadora, por estos lares ame-
ricanos. Al lado de la cruz y la espada tu
presencia se hizo tan imponente como abru-
madora. Hubo en ti una pretensión de ubicui-
dad. Como si el sueño de ese sabio monarca
de España, de convertirte en la lengua de la
cultura y de la ciencia, se hubiera explaya-
do hasta lo inverosímil. Las otras lenguas,
habladas por los indios nativos y los negros
provenientes de África, fueron prohibidas,
ignoradas, muchas de ellas aniquiladas. Y
el desprecio y el olvido cayeron sobre casi
todas como una afrenta. Y tú nos enseñaste,
durante siglos, que esas lenguas no eran tales,
sino hablas sin importancia, frágiles expre-
siones de la barbarie, dialectos que conducían
al salvajismo y la sandez. Toda una hermosa
y original e inteligentísima expresión de la
multiplicidad del mundo desapareció por tus
momentos de prepotencia.
Una parte de ti, empero, se acercó, res
petuosa y conmovida, a las lenguas ameri-
canas y africanas. A través de un manojo de
monjes curiosos y de otros tantos aventureros
de la conquista, la colonia y la república,
permitiste que esos otros te estrecharan en
sus brazos, te besaran en sus labios y se
fundieran en tu espíritu. Como si nos dijeras
que hay algo primordial, de tu condición, que
está impregnado por esos seres diferentes que
también eres tú. Que te preocupan, sin duda,
los destinos opuestos y los propósitos insóli-
tos. Que es menester salir de la circunstancia
angosta que significa hablar una sola lengua
y dejar que las brisas de las otras manifiesten
su frescura extraña. Que hay algo supremo en
todo aprendizaje que reside en el encuentro
con el otro, en su real conocimiento, y en el
respeto admirado de su diferencia milagrosa.
Y fue por esos días que surgió otro monje.
Se le pidió que recopilara las creencias de
esas tribus indígenas que iban desaparecien-
do vertiginosamente de las Antillas por el
contacto con los emisarios de tu lengua. Ese
monje se hundió, emocionado y humilde, en
esos universos oscuros y al mismo tiempo
prístinos. Y escribió un recuento que es el
trasunto alucinante de las mezclas lingüísti-
cas americanas que han marcado tu destino.
Ahora bien, ¿con ese oficiante de la religión
y con otros similares a él, podría afirmarse
que abriste tu albergue al pensamiento
y la palabra de los otros? Algunos dicen
que sí con satisfacción consoladora. Otros
argumentan, sin embargo, que no ha sido
suficiente con esas presencias insulares. Y
que el daño, provocado por tu desdén hacia
tantas lenguas vejadas, no podrá resarcirse.
Con todo, tú eres un río colosal. Impa-
rable y turbulento. Atribulado de rumores
y gritos. Recogido en las oraciones más
privadas y fraternal en las exclamaciones
más regocijantes. Y vas recibiendo, aquí y
allá, lo que tus afluentes te entregan. Cómo
no celebrar ahora esa fuerza tuya, esa
intimidad tuya y esos abrazos tuyos. Y de
cuántas maneras yo quisiera hacerlo. Ahora,
en este día en que me honras, a pesar de mis
reclamos, como un cultor de tu palabra. Tú
eres, español mío, mi soporte y mi arma. La
única patria que intento mantener indemne
en medio del engaño y la manipulación. En
ti, o a través de ti, o sostenido en ti, he apren-
dido a abstenerme. Tú eres mi más visible
fortaleza, mi aposento más secreto, mi más
querida manera de resistir. No creo que lo
haya logrado enteramente porque más que
un hombre a secas soy un hombre seco y
siempre me acosa la fragilidad y la impoten-
cia. Pero he tratado de ser limpio en medio
de la crueldad y la grosería. He procurado,
hasta donde me ha sido posible, que eso tan
esencial que habita en tu espacio y en el cual
yo me guarezco, no sea instrumento de los
guerreros. Contigo he sabido la exuberancia
de la vida y su esplendor abigarrado. Aquí,
el humor, la ironía, el sarcasmo. Allá, la voz
exquisita y desbordante del goce sensorial.
Aquí, la inteligencia calculada de ciertas
abstracciones. Allá, la oscura y asfixiante
relación del miedo y la locura. Pero ahora,
que termino este modesto homenaje, quie-
ro confesarte cuál es mi gran deseo. Acaso
también sea el tuyo. Quisiera callar. Para así
oír, por un instante, y ser capaz de nombrar
el silencio.
r e v i s t a r e v i s t a