Revista Casa Silva Nos. 30 - 31 R.CasaSilva 30-31 completa | Page 146
Pa b d l ro
o M
Pe
A l ontoya
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madre. Lengua en la que, como decía un
poeta de México, falo es el pensar y vulva
la palabra. La procreación que de ti surge,
como manantial y desembocadura, la he
hallado en tus palabras. Selva, mar, mon-
taña, canto, humanidad que hormiguea en la
Tierra y desentraña los enigmas y conoce las
verdades a través de ti. Humanidad opresa
y liberada, en este tránsito de la vida que es
la fusión del dolor del mundo y la epifanía
de sus gozos.
Español, lengua del amor y el deseo.
Cómo no mencionar el cuerpo en esta gra-
titud mía. Tú que eres signo en la piedra,
en el papel y en la pantalla. Que eres hálito
inspirado y expirado en mi boca. Tan in-
tangible e inasible sirves, sin embargo, para
materializarme. Para hacerme conciencia
plena y fugaz del cuerpo. Porque todo en ti
es brevedad, pese a tu aspiración por la per-
manencia. Vastedad que se cree sin término
cuando conoces el cuerpo enamorado. Ese
cuerpo divino que se torna noche oscura y
dichosa en los cantos de un poeta de Ávila.
Y que también alcanzas, para tocarlo y de-
finirlo, el cuerpo contingente, extasiado en
medio de su prisión de líquidos y humores.
Delicia del sentir convertida en palabra
dicha, escrita y leída. Para que luego, po-
derosa y evanescente, nos invada la tristeza
de la saciedad.
Español, lengua niebla y lengua luz.
Lengua fraternal y justa, pero también
cruel y discriminadora. Tú rostro es múlti-
ple como lo es el tiempo. Eres Bella como
un primer amanecer y terrible como un
exterminio. Entonces cómo no saberte
bosque, florecimiento de los ramajes que te
contienen. Albricias de los vientos fecundos
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y proliferación constante de las savias. Y
cómo no saberte también la imagen del
abismo cuando yo mismo soy el abismo, y
la bruma sin fondo de su reflejo. Cuando yo,
extraviado en el cosmos, ajeno a la confianza
de los dioses, aplastado por la intemperancia
de los hombres, me he preguntado, siempre
hundido en ti, aferrado a esa superficie tuya
circundada de barrancos, quién soy y cuáles
son mis rumbos.
Porque en ti, estremecido por tus itine-
rarios, y disparado hacia las otras lenguas,
he saboreado la extraña claridad de una
verdad que es menester reconocer aquí, en
esta venerable sala. Esa que consiste en creer
que un hombre es, de principio a fin, todos
los hombres. Oh, lengua entrañable, torrente
despedazado y a la vez masa indestructible.
Magma quemadora y agua fresca, el univer-
so en su doble esencia de concentración y
dilatación, se devela a cada instante a través
de tus sonidos. Estallido atroz y prodigioso
en el que el mal y el bien danzan en nuestra
sangre, en nuestro pensamiento, en nuestro
sueño más oculto e indecible.
Yo vengo de ti. Soy hijo tuyo sabiendo
que en mí te vuelves mi heredera. Soy parte
de esa historia cuyas orillas siempre han
sido el orgullo y la deshonra, la belleza y
la fealdad, el heroísmo y la picardía, el
amor y el odio de tantas generaciones que
han atravesado esta ilusión del tiempo que
todavía nos sostiene. Historia iniciada,
acaso, en alguna aldea castellana. En una
confluencia de pastores rústicos y clérigos
letrados. En misiones comerciales, legales
y militares que organizaron un reino que
apenas daba sus primeros pasos. Pero antes
de aquella periferia medieval, anclada en
el cristianismo pero rodeada de islamismo
y judaísmo y paganismo por todas partes,
hubo un núcleo agitado de idas y regresos,
de éxodos y aventuras, de batallas y conci-
liaciones. Cuántos romanos, cuántos godos,
cuántos visigodos, cuántos celtas, cuántos
ibéricos, cuántos árabes, cuántos bereberes
y occitanos se encontraron para crear esta
lengua que, a través de meandros prolíficos,
ha llegado hasta a mí. Español, cómo me
conmueves en tu incesante reservorio de
muertes y nacimientos.
Surgiste, déjame suponerlo, de una de
esas de torres habladoras donde el des-
concierto y la revelación se confabularon.
Brotaste de algún nivel de muros inextri-
cables y, como las otras lenguas, tu raíz fue
la fragmentación y el barullo. Uno de esos
hombres del principio, creado por la historia
y la imaginación, define tu origen marginal e
incomprensible. Ese hombre fue producto de
un incesto de hermanos, idiotizado por la he-
rencia y el pecado. Deambuló por diferentes
monasterios. Creció en ellos y aprendió en
sus recintos las lenguas que la decadencia
del latín regurgitaba por Europa. Ese monje
terminó hablando una lengua que era todas
y ninguna. Y esa manera suya de expresarse
es paradigmática. Porque niega la pureza de
la lengua. Ninguna lengua, en realidad, lo
es. Y tú, español, tampoco eres lengua pura.
Ni lo has sido ni podrás serlo jamás. Porque
el impulso de tus movimientos, siempre
palpitante, es la mezcla, la interminable
variabilidad.
Pero en tu mismo ser habita la paradoja.
Te levantaste, a través de un entramado de
familias ilustres, de una religión monoteísta
que te protegió, de estudiosos solitarios, de
gramáticos minuciosos y exorbitantes, de
iluminados y sombríos escritores y de un fer-
voroso grupo de pedagogos que han viajado
por la Tierra. Todos ellos trataron de demos-
trar que debes ser preclara y homogénea.
Que lo tuyo ha de buscar la simplificación
de la norma y la elocuencia del buen hablar
y la perfección del buen escribir. Porque tú
eres también la lengua de la legislación, de
la administración y de la educación. Y tu
propósito, a través de los diccionarios, las
r e v i s t a r e v i s t a